Teatro anterior 1939

TEATRO ANTERIOR AL 39: Este periodo histórico, muy convulso desde el punto de vista político y social, en el que se vivíó el final de la denominada Restauración, la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y que terminó trágicamente con la Guerra Civil, es también uno de los más fructíferos de nuestras letras, hasta el punto que se suele aludir a él como la “Edad de Plata”. Se suele indicar la existencia de dos grandes formas de teatro.
Por un lado el que triunfaba en los escenarios: repetitivo, convencional, nada arriesgado, acrítico, dirigido a un público burgués que no estaba dispuesto a escuchar conflictos demasiado desagradables. Frente a él, hubo un teatro innovador, de calidad y transgresor, pero que no encontró más lugar de representación que las salas minoritarias y el rechazo del gran público.
Al primero pertenece Jacinto Benavente, el mejor representante de la comedia burguesa: dramas bien construidos, de diálogos ágiles pero sin conflictos de verdadera tensión. Pese al éxito que cosechó, hoy apenas se recuerdan de él piezas como “Los intereses creados” y “La malquerida”.

Una fórmula que tuvo también mucho éxito fue el llamado teatro poético.
Eran dramas escritos en verso (de ahí el nombre) de escaso interés ya, pensados para un público deseoso de escenas lacrimógenas y asuntos patrióticos, que esperaban la declamación grandilocuente de unos actores famosos. A este teatro pertenecían géneros como el drama rural y la tragedia histórica y a él se dedicaron autores como Eduardo Marquina (“Las hijas del Cid”) o Francisco Villaespesa (Aben Humeya).
Hay que mencionar también los géneros cómicos.
Carlos Arniches, pese a obras interesantes como el drama rural “La señorita de TréVélez”, fue famoso por sus sainetes, obras de un tono casticismo postizo, donde siempre triunfa la bondad. De éxito fue también el denominado “astracán”, piezas disparatadas donde lo único que se buscaba era el chiste. El mejor exponente fue Pedro Muñoz Seca, cuya “Venganza de don Mendo” se sigue representando hoy con éxito.

El otro teatro, el innovador, tiene su arranque con “Electra”, un ensayo de drama naturalista de Benito Pérez Galdós, que causó enorme revuelo y desagrado entre la burguésía bienpensante. El mismo tono de conflicto social comparte “Juan José”, de Joaquín Dicenta, que no obstante fue un gran éxito. Los autores de la Generación del 98 acogieron este teatro con entusiasmo y se propusieron regenerar el género. Así, tanto Azorín (“Old Spain”) como Unamuno (“Fedra”) escribieron obras donde condensaban sus temas recurrentes sobre España y el ser humano, pero cuya falta de talento escénico las condenó al fracaso.

La figura central de la generación fue Ramón María el Valle-Inclán, un auténtico hombre de teatro que se adelantó a su tiempo: aunque en vida apenas pudo estrenar, es hoy uno de los más valorados (y representados) en nuestro país. Empezó escribiendo dramas de corte modernista (“Cenizas”), pero pronto cultivó un teatro ambientado en su Galicia natal (“Las comedias bárbaras”) y farsas cómicas y a la vez muy críticas (“La reina castiza”). Sin embargo, su genial aportación a la Historia de la Literatura va a ser el Esperpento. Un teatro de raíz expresionista, que se servirá de la deformación grotesca para mostrar la flaqueza humana y la crueldad social. Es “Luces de Bohemia”, el mejor ejemplo. En ella, un poeta ciego pero sensible a la injusticia que le rodea, visita en su última noche distintos ambientes que recrean la sociedad española: zafia, interesada y sin grandeza.

También el grupo del 27 quiso trabajar en favor de la regeneración del teatro, que consideraban degradado. Alberti escribíó obras de carácter neopopular (“La pájara pinta”), surrealistas (“El hombre desabitado”) o de intención social (“Fermín Galán”), pero quien realmente vino a revolucionar las tablas, reuniendo por fin el espíritu innovador y el éxito de público fue Federico García Lorca.
Él sí consiguió un verdadero teatro poético, transgresor y contemporáneo, pero sin descuidar elementos necesarios como la tensión dramática, la profundidad de los personajes y la universalidad de los conflictos. Sus comienzos no fueron fáciles y obras primeras como “Mariana Pineda” tuvieron malas críticas. Peor suerte tuvo su teatro surrealista, que él llamó imposible (“El público”, “Así que pasen cinco años”). Tuvo que transigir escribiendo un teatro más al alcance del público, cercano al drama rural que tanto éxito tenía, para triunfar. “Bodas de sangre”, donde trata la pasión y el deseo prohibidos le catapultó a la fama, que crecíó con “Yerma”, la tragedia de una mujer estéril, y con “La casa de Bernarda Alba”, su última obra antes de que muriera fusilado en los primeros días de la Guerra Civil. En ella, quizá su mejor obra, retrata una sociedad rural española, hipócrita y cruel, a través de una familia de cinco hermanas gobernada con mano de hierro por su madre viuda.


NOVELA ESPAÑOLA DEL 39 AL 75: Las décadas de los 40 y 50 en España coinciden con la denominada “posguerra”, una época durísima no solo desde el punto de vista económico, sino también cultural. Paradójicamente, tras la derrota del eje fascista en la 2ª Guerra Mundial, el Franquismo no es arrastrado por ella sino que se convierte en aliado anticomunista de Estados Unidos en la guerra fría. la narrativa en el exilio, que se nutríó más de la nostalgia de la patria perdida y el dolor por la contienda que de la resistencia directa a Franco.  Ya en España, la literatura siempre estuvo bajo sospecha. La censura directa, la autocensura de los autores y el miedo o imposibilidad de editar impidieron todo desarrollo normal de la narrativa.  Fue por ello un acontecimiento “Nada”, de Carmen Laforet, quien en 1942 plantea el conflicto existencial de una universitaria en un ambiente asfixiante de la Barcelona de posguerra. 
Camilo José Cela, “La colmena”, novela coral de estilo realista y a la vez experimental donde retrata el duro Madrid de la posguerra, y una longeva y fértil trayectoria con títulos como “San Camilo, 1936” o “Mazurca para dos muertos”. 

Gonzalo Torrente Ballester

“Los gozos y las sombras”, lo encumbraron hasta lo más alto de nuestra narrativa. Aunque quizá el autor que más merecíó el elogio del público fue Miguel Delibes. Su palabra precisa, sus personajes universales, su defensa de la naturaleza y un estilo sobrio que no renunció a un inquieto experimentalismo hicieron de él figura clave de la novela de la segunda mitad del Siglo XX. “El camino” o “Las ratas”,  / A partir de los años 50 va a surgir una nueva generación de narradores, denominada “Generación del medio siglo”, “de los 50” o de “los niños de la guerra”, que se sienten algo más libres para expresar cierta crítica sobre la realidad social. Con una estética realista, influidos por la “nouveau Román” francesa y el conductismo norteamericano, van a dar lugar a los que se llamó el “Realismo social”. Serán novelas donde el narrador desaparece y cede su papel a los personajes.

Dos corrientes:


el objetivismo (también neorrealismo), de la que “El Jarama”, de Rafael Sánchez Ferlosio sería el mejor exponente. En ella asistimos a la fragmentaria recreación de una merienda en el río de un grupo de jóvenes. Lo trivial de sus conversaciones emerge como crítica a la adormecida sociedad española que 20 años antes había luchado ferozmente en esas mismas orillas. La otra versión de Realismo social, el llamado “Realismo crítico”, ofrece una expresión más cruda de la realidad. Los protagonistas ya no son burgueses ni universitarios, y los conflictos sociales pasan a un primer plano, pero sin renunciar a la técnica objetivista ni a la concentración temporal y espacial.

El panorama narrativo español a principios de los años 60 está protagonizado por la novela social. 1962 de “Tiempo de silencio”, de Luis Martín-Santos, iba a cambiar  abruptamente la trayectoria de nuestra literatura. Sin renunciar a cierto Realismo crítico, el autor nos presenta una cuidada trama donde un médico investigador se ve involucrado en un homicidio que terminará por arruinar su carrera profesional, además de cobrarse la vida de su novia. Al margen de los acontecimientos novelados, quizá lo fundamental de la obra, por su novedad en España, sea la incorporación de ciertas técnicas narrativas contemporáneas como el narrador en 2ª persona, el perspectivismo, el flujo de conciencia o la fragmentación en secuencias.  Martín-Santos muere de forma trágica al poco de su publicación, pero el impacto de la novela es enorme. 1966 aparece “Señas de identidad”, de Juan Goytisolo, quien recoge el testigo de la novela innovadora, que conserva el espíritu crítico de la novela social, pero enriquecido con los hallazgos contemporáneos europeos que la censura había impedido que prosperaran en nuestro país.

En la primera mitad de los 70 puede hablarse sin error de experimentalismo. Los autores van dejando de lado el tema de España y se centran en el lenguaje, en la propia tarea de escribir. Parecen buscar la destrucción del género novela en una exploración de sus límites: los personajes se desdibujan, el espacio pierde consistencia, el tiempo puede concentrarse en un instante, los argumentos desaparecen en favor de una mente pensante, obsesiva, cada vez más hermética. El furor experimental estaba condenado a la extinción por su propia virulencia y la vuelta a la normalidad llegó en 1975 de la mano de uno de los escritores de más prestigio hoy día: Eduardo Mendoza,


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