El amor en la poesía de M.H: La poesía de Miguel Hernández se modula en torno a tres grandes motivos y tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida, el amor y la muerte.
Así lo resume el poeta, en Cancionero y romancero de ausencias, con este célebre poema: Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte,la de la vida. Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor,la de la muerte. Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte,la del amor. El mundo poético de Miguel Hernández se puede concentrar, pues, en este hondo tríptico de elementos en perfecta correspondencia mutua: Vida = Amor + Muerte, Muerte = Vida + Amor, Amor = Muerte + Vida. La metáfora de la herida se convierte en el vehículo simbólico de toda la existencia hernandiana. Con Perito en lunas se inicia la etapa gongorina de Miguel Hernández, donde el poeta desarrolla un decidido ejercicio de expresión plástica de la naturaleza en la que se ponen de relieve sus grandes pasiones, vinculadas aquí a la naturaleza, pero no sólo la unida a su paisaje personal levantino sino también la referente a su humana vitalidad, tan ricamente expresada con imágenes de potente y encendido sensualismo. No sólo fueron los elementos tradicionales de su naturaleza levantina los que formaron parte del mundo poético de este primer libro, pues entre los poemas de este libro hay algunos de una sensualidad encendida que revelan el vitalismo natural que Miguel quiso imprimir a su poesía, siempre como reflejo de su sensibilidad y de sus pasiones. Así, el notorio hermetismo que caracteriza todo el poemario se convierte también en clave expresiva de irrenunciables manifestaciones de sensualidad. En la Orihuela de los años treinta, y en los ambientes en que Miguel Hernández se desenvolvía, no debía ser frecuente que un poeta dedicase una poesía a entretenimientos sexuales como los que Miguel recoge, como en la octava «Sexo en instante», presidida por una cita de Góngora y otra de Guillén. También en la octava “Negros ahorcados por violación”encontramos una profundo simbolismo sensual/sexual: “fuego de arenal” (el deseo irrefrenable), “náufraga higuera” (el falo), “nácar hostil” (cuerpo femenino), “serpiente” (símbolo fálico / deseo). Miguel Hernández encuentra su voz y su “herida”, la del amor con El rayo que no cesa.
Este poemario nos revela por primera vez la inmensa “herida” de su interior, encarnada en el “rayo” y el “cuchillo” fatídico y amenazante, que tiñen de sangre los temas del amor y de la vida: “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida” «Un carnívoro cuchillo». El amor es pasión atormentada por el anhelo insatisfecho y unas ansias de posesión frustradas; en sonetos de gran intensidad lírica el poeta pena de amor. En este “penar” por amor, un amor humano y apasionado, vívido y vivido, el poeta depura su artificioso lenguaje neogongorino a favor de metáforas fluidas e intensas, desagarradas, enérgicas e hirientes. Así, la pena ya no es sólo “cardo”, “zarza” o “arado” sino también “huracán de lava”, “rayo”, “carnívoro cuchillo”…; la melancolía de enamorado deviene herida, “picuda y deslumbrante pena”, pasión desagarrada. La herida del amor se encarna en el símbolo trágico del “toro” «Como el toro he nacido para el luto». En El rayo…
, la “voz herida” del enamorado ha madurado tiñéndose de tragicismo: el motivo central será el amor vivido como fatal tortura. Sus modelos clásicos y sus modelos actuales quedan asumidos y autentificados por su propia vivencia amorosa: el descubrimiento de la pasión amorosa, encendida y dolorosa por imposible, el desaliento por la esquivez, el recato y la distancia de la novia y el amor como lejanía platónica inalcanzable. A su vez, la estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Su experiencia amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte. El poeta vive su pasión amorosa como una tortura, un permanente sufrimiento («Umbrío por la pena, casi bruno…»). Desde este estado de tortura íntima, el poeta se representa como una hipérbole de la pena de amor (en la segunda estrofa de «Un carnívoro cuchillo», p. 159, el “yo” lírico identifica su tormento con el suplicio al que fue castigado Prometeo, al que un ave depredadora le devoró las entrañas: el “rayo…picotea mi costado y hace en él un triste nido”). Por su parte, la amada aparece siempre como inaccesible o esquiva; ante ese desdén, el poeta no duda en expresar su sumisión incondicional, su “vasallaje”, en «Me llamo barro. Además, en esta vivencia trágica, tensa y conflictiva del tormento de amor, el poeta, como el “toro”, vive a menudo la pena de amor como muerte («Como el toro he nacido para el luto…»). No faltan tampoco, como en todo “cancionero” amoroso, poemas de circunstancias que recrean anécdotas o situaciones del juego amoroso «Me tiraste un limón, y tan amargo…»,(el “limón”: pecho femenino).
La imaginería dominante en este poemario del penar amoroso se centra en una serie de símbolos recurrentes:
– El “toro”, que representa la figura del amante: por un lado, remite a las fuerzas elementales de la virilidad, el arrebato noble (“mi corazón desmesurado”) y los ímpetus de la sangre; por otro lado, es el destino trágico (“mi corazón vestido de difunto”) de una lucha que lleva irremediablemente a la muerte (con la “espada”, otro símbolo hernandiano de la pena: “silencio de metal triste y sonoro”). – Instrumentos de dolor y tortura, hirientes, como es el “cuchillo” (también la “espada”, “guadaña”, “espina”, “puñales, “martillo”, “hachas”, “piedras”). Se trata de símbolos de las heridas de amor (tormento de amor) y muerte.
– Fenómenos atmosféricos que remiten a un estado de convulsión, de pasión desatada: “huracán”, “vendaval”, “tormenta” y, sobre todo, el “rayo”, que visualiza la fuerza aniquiladora de la pasión amorosa.
Con toda esta imaginería, el poeta, además, traslada de un modo muy gráfico la vivencia del dolor amoroso a la esfera del dolor físico (con sensaciones igualmente extremas): “el rayo…picotea mi costado”, “tengo estos huesos hechos a las penas”, “este rayo me habita el corazón de exasperadas fieras”, “la lengua en corazón tengo bañada”…
El agitado ambiente de la República y el estallido de la Guerra Civil en Julio de 1936, arrastran a Miguel Hernández a una poesía de testimonio y denuncia. Los acontecimientos despiertan en él una conciencia de responsabilidad colectiva; comprende el poder transformador de la palabra, su posible función social y política. La solidaridad será a hora el lema de Miguel Hernández. Fruto de esa necesidad de compromiso será su poemario Viento del pueblo.
Comienza, pues, el tiempo de la poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Miguel Hernández busca ahora una poesía más directa que recrea, en muchos momentos, su carácter oral (algunos eran poemas leídos para arengar en el frente), de ahí el empleo abundante del romance y del octosílabo (metro popular e inmediato que hunde sus raíces en la poesía tradicional); pero, junto a estas formas, el poeta también cultiva metros más solemnes, de tono épico y de desarrollo amplio que remiten a la “poesía impura” (he ahí «Canción del esposo soldado» o «Las manos»). Se trata de una “poesía de urgencias”, que nace de[en] unas circunstancias socio-históricas muy precisas, con el alma y los ojos puestos en el combate; sin embargo, la madurez expresiva del poeta es innegable y los temas, cargados de ideología (incluso propaganda), van desde la elegía a la exaltación heroica pasando por lo sarcástico, lo beligerante, lo amoroso y, sobre todo, lo social.
En este contexto, el tema del amor se funde con la poesía de combate y se supedita al enfoque político-social, como podemos ver en la «Canción del esposo soldado» (pp. 229-230): ahora el poeta canta su amor, encendido por una pasión erótica de dimensiones casi bíblicas (remite al «Cantar de los cantares»), a la esposa, la compañera, preñada de su simiente. El amor queda insuflado del tono épico que preside el poemario y se funde con la lucha social. Sigue presente Quevedo, pero no para plasmar el desagarro de la pena amorosa, sino para cantar la posibilidad de un “amor más allá de la muerte”. El amor se hace “cántico”; la amada, “esposa”; el poeta, “soldado”; y el hijo que esperan, “símbolo de la victoria de la República”.
Según avanza la guerra, la posibilidad de la victoria se aleja y el espectáculo cruento del enfrentamiento fraticida se intensifica. En otoño de 1937, el poeta está cansado y, pese a la alegría del nacimiento de su primer hijo, Manuel Ramón, el 19 de Diciembre de ese año, su voz se acoge a un progresivo intimismo pesimista que le hace interiorizar el espantoso espectáculo bélico que hace tambalear su fe en el hombre. Es el tiempo de la preparación de su segundo libro de guerra, El hombre acecha.
Así, el tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha ante la realidad brutal del curso de la guerra: la voz del poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, el lenguaje se hace más sobrio, el tono más íntimo (hay menos retórica y más silencio elocuente, menos mayúsculas y más palabras desnudas, menos héroes y más víctimas). Cierto, se va apagando la exaltación de héroes y se va encendiendo el lamento por las víctimas. Así, el hombre, con sus odios que todo lo salpican, no deja ver el paisaje: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre” [en «Canción primera», p. 245, poema que termina con una sentencia: “Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre”]. Del mismo modo, del “cántico” erótico-amoroso del poeta -“esposo soldado” se pasa ahora a una comunicación más íntima, alejada del tono épico, a la “carta”. Así, en «Carta» (pp.257-260), el poeta soldado y todos los soldados, “malheridos por la ausencia” y “desgastados por el tiempo”, esperan cartas de amor; el amor es ahora la única esperanza entre la crueldad de la guerra, una emoción que conserva ternuras en “el palomar de las cartas”: “Mientras los colmillos crecen, /cada vez más cerca siento / la leve voz de tu carta / igual que un clamor inmenso”.
Con los últimos y trágicos bandazos de la República, la vida de Miguel entrará en una zona de sombra de la que no saldrá. Vivirá la muerte de su hijo, Manuel Ramón, el 19 de Octubre de 1938, sin contar todavía un año de vida. El nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, poco después, a comienzos de 1939, sólo compensará en parte tanta tragedia. Este hijo suyo, a quien dedica sus «Nanas de la cebolla», no conocerá a su padre en libertad. Acabada la guerra, Miguel Hernández es detenido en Mayo de 1939. Al poeta sólo le quedará la cárcel, el sufrimiento y la muerte.
En Septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, Miguel Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y Romancero de ausencias.
Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con una poesía desnuda (la sencillez de la lírica popular le da el molde), íntima y desgarrada, de un tono trágico contenido con el que aborda los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la elegía. En este “diario” de privación (ausencia) y de dolor por la vida, el amor y la muerte, “día” y “noche” son los dos grandes símbolos, las fuerzas viril y femenina de la fecundación, y el “vientre” de la mujer es la madre, símbolo casi telúrico de la vida.
Junto a la privación (ausencia) motivada porla muerte, que se asocia a la pérdida de su hijo, donde la profunda desolación se funde con la ternura, la privación (ausencia) motivada porla cárcel se orienta hacia la relación amorosa y la figura de la esposa. El amor frustrado por la ausencia, la soledad del amor vivido desde la cárcel, conllevan desolación y dolor; a pesar de ello, el poeta ve en el amor una fuerza redentora [«Vals de los enamorados y unidos para siempre», «Menos tu vientre», «Antes del odio», «La boca», «Después del amor», «Muerte nupcial»…].
Entreverado entre estos polos negativos (muerte-hijo y cárcel-amor/esposa ausente), alienta en el Cancionero…
un ansia de arraigo, un ansia de salvarse del infortunio que busca sus raíces redentoras en el amor a la esposa. La amada es ahora esposa y madre, de ahí el símbolo del vientre [«Menos tu vientre», p. 291]. A su vez, el símbolo del agua es generador de vida frente a la sed en el desierto o el arenal [la esposa es un “oasis” en «Casida del sediento», p. 312], como el vientre lo es del amor, la fuerza genésica de la madre-esposa, la raíz, frente a la vida confusa [la amada-esposa es también “oasis” en «Orillas de tu vientre», p.283]. La “sed”, además, es símbolo no sólo del deseo de la amada [«Casida del sediento»], sino también del deseo de libertad, por eso en el poema «Antes del odio» (pp. 291-293) la “sed” en la cárcel (“Sed con agua en la distancia, / pero sed alrededor”) funde al final el amor y la libertad en la imagen de la amada (“A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”). Por su parte, el símbolo de la casa adquiere diversos valores en tensión tal y como se ve, por ejemplo, en «Era un hoyo no muy hondo» [p. 281]: la casa iluminada con “luz victoriosa” cuando vivía el hijo se convierte en un “hoyo”/ “ataúd” tras su muerte. Sin embargo, la casa se identifica con el palomar en «Cantar» [p. 311] como un símbolo de arraigo similar al vientre de la esposa (“Tú, tu vientre caudaloso, / el hijo y el palomar”).
En definitiva, la mujer, esposa y madre, es ahora, evocada en su ausencia, centro/vientre y salvación/oasis; así, en «La boca» (pp.294-295), se cierra el círculo de las “heridas” hernandianas dejándolas grabadas en los labios de la esposa:
“Boca que desenterraste
el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
Vida, muerte, amor
Ahí quedan
escritos sobre tus labios”.