En literatura que es apartado

Larsen y “el problema del destino del hombre”


El absurdo, el cuestionamiento ontológico del ser, son otras categorías que se aluden o se estudian en la crítica de Onetti y no se ha dudado en relacionarlo con las preocupaciones propias del movimiento existencialista11.
Las alusiones que pretenden acercarlo a universos narrativos como el de Kafka y, en menor medida, el de Beckett, no son tampoco infrecuentes. A propósito del existencialismo Onetti escribíó lo siguiente:


Los epígonos [del existencialismo] siguen creyendo que la simple desvergonzada remoción de basura y excrementos alcanza para plantear el problema del destino del hombre y acaso, para sugerir soluciones. No hay que olvidar a los existencialistas católicos, capaces de convertir las deyecciones en aguas para su molino. No hay que olvidar a los que describen la decadencia burguesa para ofrecer en cambio el cielo de la sociedad sin clases. No hay que olvidar a los y las Francoises Sagan, ni a los escritores norteamericanos de la escuela de los “duros”, ni tampoco a los oportunistas que quieren vender en tiempos de caos la bebida chirle de la “confianza en los destinos del hombre”, de los encantos de la tontería y la humildad, del panglossismo adaptado a los tiempos que corren (Onetti, 1975:149).


“El problema del destino del hombre” y no otra cosa parece significar para Onetti existencialismo, lo que lo aleja de la escuela parisina y sus epígonos para centrarse en un aspecto crucial que surge de la consideración de “existencialismo” como búsqueda de lo “esencial” en el ser humano. Michel Foucault, quien ha sistematizado esta búsqueda, apunta como rasgos claves de la experiencia y el pensamiento moderno el llamado “retiro del origen” (1985:326) y “la gran preocupación del retorno” (324) respectivamente. El hombre moderno, explica Foucault, experimenta la finitud, la dispersión al interior de un Poder que lo apresa, y en el afán por reencontrar su identidad se ve inmerso en una operación que lo termina por conducir al llamado retroceso del origen. Es decir, el hombre se entrega a algo que lo hace “en forma paradójica avanzar en la dirección que se realiza este retroceso” (324) para arribar finalmente a una nueva conciencia, esta vez del vacío y de la muerte. Conciencia que sin embargo se articula como “un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo” (330). La literatura en este sentido se configura como aquel espacio discursivo donde el pensamiento moderno llega a quedar expresado en sus mayores extremos:


Desde el interior del lenguaje probado y recorrido como lenguaje, en el juego de sus posibilidades tensas hasta el extremo, lo que se anuncia es que el hombre está “terminado” y que, al llegar a la cima de toda palabra posible, no llega al corazón de sí mismo, sino al borde de lo que lo limita: en esta regíón en que ronda la muerte, en el que el pensamiento se extingue, en que la promesa del origen retrocede indefinidamente (Foucault, 1985:372).


Enlazando la lectura de Benedetti con el diagnóstico de Foucault, tendríamos en Larsen a un legítimo representante de la modernidad, un individuo que termina por encontrar el origen, la patria, precisamente en el vacío temporal y espacial que la contienen. Asumir su destino está implicando asumir el destino del hombre contemporáneo y esto en Larsen se traduce también en desgracia:


Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro y quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la peste (Onetti, 1985:117-18).


“La peste” del hombre contemporáneo es su estado de des-gracia, de carencia. Angustia e ironía, tal es, según Octavio Paz, la respuesta que, desde el Romanticismo, se encuentra en la literatura ante el espectáculo de la muerte de Dios y de la irreversible orfandad del artista12.


Lo anterior no quiere decir que no sean pertinentes factores socio-históricos específicos para entender este profundo malestar. No de otro modo lo entiende Ángel Rama, quien lee este impasse de acuerdo a la manera problemática en que se impone la modernidad en la regíón. En Latinoamérica, explica el autor de La ciudad letrada, lo que se produce es un “trance agónico” (1987:75), como resultado de la imposición de un sistema sobre otro. El producto de esta pugna es registrado por los “modernizadores” entre los cuales se incluye a Onetti. Jaime Concha incluso llegó a afirmar que “no hay escritor latinoamericano actual que posea un mayor coeficiente de verdad social” (1989:149), mientras que Ariel Dorfman considera la obra de Onetti y en especial El astillero como la muestra culminante de una violencia estéril, anárquica, que mantiene a los personajes de las novelas latinoamericanas de la década de los cincuenta y los sesenta “presos en una pesadilla de miedo y de cansancio” (1972:35). Dorfman a su vez relaciona esta parálisis con los problemas que vienen aparejados con el desarrollo de las urbes americanas en un contexto de dominación imperialista13.
Por su parte Jorge Ruffinelli ha dedicado un minucioso ensayo para explicar cómo es posible leer El astillero en función de su contexto histórico más inmediato. El “pesimismo absoluto edificado sobre las ruinas” (1989:191), el “feroz retrato del capitalismo desde su interior hueco o vacío de humanidad” (207) hay que entenderlos sobre todo, según Ruffinelli, a partir de la crisis del proyecto liberal uruguayo en la década del cincuenta y del consecuente deterioro económico e institucional de la llamada Suiza de América. Es claro entonces que la lectura del destino de Larsen pasa también, sin duda, por la especificidad de la situación de la narración, pero no se limita ni mucho menos a la misma. La dimensión socio-histórica en la que se inserta la literatura de Onetti no puede ser disociada de la dimensión simbólica ni de las preocupaciones éticas y estéticas que alienta un texto de la densidad semántica de El astillero14.


Escepticismo, crisis de valores vistas como reflejos de nuestra propia sociedad son, en efecto, entre otras cosas, rasgos que resaltan en la caracterización del hombre moderno en busca de su destino. Destino aquí análogo a autoconocimiento: descenso al infierno, al mito, y a la vez a la realidad más palpable. El astillero es ese “hueco voraz de una trampa indefinible” (Onetti, 1995:78) que bordea la entropía y al mismo tiempo es ese exasperado paisaje ruinoso de la historia reciente de Latinoamérica. Allí aparecen expuestos los remanentes de una modernización inconclusa y de una industrialización trunca, y se vislumbran las sombras de esos militarismos seculares que finalmente mostrarían su faceta más sórdida, más sanguinaria, en la década de los setenta. En este contexto la figura del héroe se desdibuja, pierde su aliento épico y revierte a una tragedia con tintes farsescos, sin el beneficio de la catarsis colectiva. La expulsión de Junta Larsen orquestada por las “fuerzas vivas” de la ciudad servirá para conjurar temporalmente esa “violencia maligna” que pende como una espada de Damocles sobre sus habitantes, pero no detendrá la herrumbre de Santa María, así como su inmolación no salvará de la ruina al astillero ni redimirá a los fantasmas que malviven en él.


Para finalizar resulta interesante reproducir la opinión que suscribe Onetti acerca del exilio:



Volvamos, de manera bastante oblicua, al exilio. Pienso que hombres y mujeres están condenados a sufrirlo muchas veces en sus vidas, aunque no pongan un pie fuera del país en que nacieron…. Pero el exilio más aterrador es el del que descubre -enfermedad, guerra, pena de muerte- con horror y descreimiento, que su tiempo, que permitía abarcarlo todo, que era eterno y sin fin previsible, no era sino una mentira más. Atrapado repentinamente dentro de unos límites que lo sofocan, este exiliado contempla a los demás desde un mundo que ya no es mundo, y con estupefacto asombro, los ve actuar, planificar y amar, como si el tiempo no existiese y todo, absolutamente todo, sigue siendo posible. (1995a:134-36)


Conviene anotar que al momento de escribir estas líneas, el autor vivía un destierro “real”, físico, en España, luego de unos episodios lamentables –cárcel incluida– de los que fue objeto por obra y gracia de la dictadura en el Uruguay. Comprobamos que la cercanía de estas palabras de Onetti, con lo que experimenta su personaje en El astillero resulta asombrosa. El exilio más aterrador es el que efectivamente experimenta Larsen. “Su sensación de estafa” (1995:71) corresponde a la del que ha descubierto o está por descubrir que su tiempo es una mentira más. “Suicida existencial”, lo ha llamado Rodríguez Coronel, y añade: “Ha sido desterrado, está condenado. Él mismo se ha condenado” (1970:100), aunque acaso sería más acertado colocarlo, siguiendo a Dorfman, dentro de esa categoría de “rebeldes existenciales más que rebeldes sociales” (1972:33), inmersos en una violencia estéril que terminará por destruirlos15.
Condenado por la visión implacable de su circunstancia interior y exterior, exiliado de la mentira para reconocerse y hundirse en el insoportable destierro que le ha deparado la certeza de una verdad aterradora. El astillero y Larsen, su héroe, encarnan una visión extrema de una época y una civilización en crisis que al ser penetrada a fondo –“el deber que se nos impone es mirar las cosas de frente” (2002a:144), según lo reclama Bataille– no puede ser asumida sino con el desconcierto, con la ironía de quien no teme enfrentarse a las contradicciones que lo habitan y a los fantasmas que lo rodean.


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