Bajar el libro en español «demasioado viejo para el rock

Voy a ponerme una pollera corta, unos zapatos bien altos, la careta de estúpida y me voy a ir a jugar al bowling con la desesperada, alevosa, pecaminosa y premeditada intención de despertar algún tipo de interés en José.
Me voy a hacer la dama en apuros, la tontita, la que tira mal la bola para que la ayuden.
¿De qué sirve buscar otro tipo de vínculo cuando ni siquiera sé si puede durar?
Cambio de planes Hoy, mientras tomaba mi primer café de la mañana y repasaba mi plan para despertar interés en José, me pasó algo inesperado.
José se sentó encima de mi escritorio, agarró mi lapicero, se puso a jugar con las biromes, y dijo:
—Che, ¿vos vas al bowling hoy?
Me llevó por delante, como un auto que te choca de atrás mientras repasás mentalmente la lista del supermercado.
En mis treinta años de solterona, nunca pero nunca me había acostado con alguien tan rápido.
Teníamos que vernos así, todos transpirados, con los dedos llenos de birome explotada y el pantalón salpicado por la máquina de café.
Como si supiera que no iba a necesitar la ropa (lo que los hombres no saben es que nosotras no tenemos esas veleidades por coquetas, sino porque no estamos depiladas, tenemos un corpiño horroroso o esmalte rojo saltado en las uñas de los pies).
Yo me esforzaba mucho por crear una conversación interesante, pero él estaba más concentrado en ver cómo hacía para llevarme a su casa.
Habla poco, hace algunos chistes precarios pero efectivos, se ríe sin parar con una boca enorme que se abre como una grieta, y va directo al grano.
No habían pasado ni veinte minutos cuando me dio un beso, por ejemplo.
Cuando le dije que el lugar me parecía inapropiado (ya parezco Graciela) lo habilité para hacer la propuesta.
No había cajas de pizza debajo de los muebles, ni vasos usados ni ropa apilada sobre una silla.
Media hora en la que pensé lo mal que estaba hacer esto, en lo grave que era meterme en la cama de un compañero de trabajo sin tener una relación amorosa que nos vinculara.
Una cosa es que no funcione una relación en donde hubo cariño y respeto, y otra es el rosario de chismes machistas y exagerados que vienen corriendo detrás de esta clase de deslices.
Sin embargo, fue él mismo el que cuatro horas después, mirando el techo, me hizo la gran pregunta.
Pero ahora reconozco que quizás exageré, porque hoy lo vi dos o tres veces (de pasada, en el ascensor y en el bar) y en ningún momento me saludó.
Si no supiera que el día anterior estuve cuatro horas en su cama diría que me estaba ignorando deliberadamente.
de Marzo Estuve durante todo el día vigilando a mis compañeros de oficina, tratando de dilucidar si alguno manifestaba un síntoma de chisme.
Me aterraba la idea de que José, como un adolescente en un vestuario, se hubiera jactado de nuestras cuatro horas de sexo casual en algún pasillo de la oficina.
Es verdad que yo misma le dije que disimulemos, pero una cosa es disimular que tuviste sexo y otra cosa es ignorarse.
Como si fuera poco, caí en un espionaje monomaníaco que consistía en pasar por cualquier lugar en donde estuviera él para ver si me hablaba, me miraba, me saludaba o me hacía caras.
Estuve la mitad del día llevando cosas por todos los pisos como un cadete desordenado que sube y baja por las escaleras, indeciso, buscando matar el tiempo hasta la hora de salida.
Lo peor vino más tarde, cuando a todos se les ocurríó ir a tomar algo después de la oficina y me tuve que sentar enfrente suyo durante dos horas y media.
Dos horas larguísimas en las que contuve mi decepción adolescente y mis ganas de darle vuelta una canasta de maní en la cabeza, para no protagonizar el tercer escándalo del año en mi lugar de trabajo.
Vivimos colgadas de una expectativa inverosímil hasta que la verdad nos explota en la cara y nos enchastra todo el cuerpo.
A mí, por ejemplo, me explotó a las diez de la noche cuando José (invicto de charlas conmigo) se levantó, avisó que tenía un compromiso y se fue.
Estuve diez minutos más tratando de contener la angustia pero no aguanté más y me tuve que ir corriendo.
Quería ponerme a llorar en el taxi por perdedora, pasar a buscar un chocolate por la estación de servicio y mirar televisión hasta la madrugada.
Pero no pude tomarme un taxi, porque en la esquina me paró José, que estaba fumando, muerto de frío, con el cuello metido adentro del blazer.
de Marzo Hoy me pasó lo peor que le puede pasar un domingo a una mujer soltera.
A las cuatro de la tarde, en el punto máximo de desorden y desidia del departamento, me llamó José.
Cuando una empieza una relación, estos llamados quieren decir una sola cosa: que el señor quiere verte y que como es domingo a la tarde y vos estás sola en tu casa, piensa venir de visita.
Los hombres ignoran la clase de apocalipsis que se desata cuando cortamos el teléfono.
A ellos les encanta decir «en diez te paso a buscar» o «en media hora estoy por allá», porque no saben lo que sufrimos hasta que llegan.
Si nos bañamos, o nos depilamos, o lavamos los platos sucios, si barremos un poco, secamos el baño, escondemos la ropa tirada abajo de la cama, damos vuelta las fotos en las que estamos gordas, tiramos todos los limones podridos que hay en la heladera, vamos a comprar algo para tomar, sacamos la medibacha que cuelga como una telaraña del ventilador, buscamos las copas buenas o hacemos desaparecer el té de yuyos adelgazantes que tenemos sobre la heladera.
Es decir, que queremos tener sexo, pero que además aceptamos arreglar ese inframundo de celibato repugnante en media hora y atender la puerta con una sonrisa.
Escondí toda mi ropa abollada en las profundidades de un discreto placard, pateé la balanza debajo del ropero, saqué del baño unas toallitas higiénicas enormes que parecían un pañal, revoléé unas pastillas para dormir que me dio mi mamá y saqué las bombachas que colgaban como banderas agujereadas de la canilla de la bañadera.
Bajé corriendo al supermercado, compré Coca-Cola común, un vino tinto, unas crackers, un queso, servilletas, papel higiénico con dibujitos y preservativos.
Volví, me puse crema para peinar en el pelo, me planché una pollera, lloré porque no tenía un juego de sábanas limpias, sacudí el sillón, limpié la puerta de la heladera (recién ahí me di cuenta la cantidad de dedos marcados que tenía), tiré diez mil vasos llenos con Coca-Cola vieja que me esperaban, cansados, en todas las esquinas de los muebles, y puse mis pantuflas apestosas detrás del sillón.
Y como en los dibujos animados, dos minutos después tocó el timbre José, espléndido y relajado como quien recién se levanta de dormir la siesta.
Traté de hacerme la anfitriona un ratito, serví vino y empecé a charlar, pero previsiblemente José no estaba interesado en la conversación ni en el queso.
Pero esta vez el sexo no duró cuatro horas seguidas, porque yo interrumpí el asunto para atender los llamados compulsivos que atormentaban a mi pobre celular.
Tardé tres o cuatro minutos en darme cuenta de que era Irina que no podía parar de llorar (otra vez).
Y esta vez, luego de escucharla durante meses, de consolarla por sus pequeños imprevistos, le dije que no la entendía y que hablábamos después.
Ya sé que puedo parecer una insensible, pero ¿hasta cuándo tengo que pasar yo mis domingos hablando de broderie y servilletas en forma de pato?
¿Y es justo que todos los demás soporten sus ataques de nervios porque la modista no entendíó que el bretel era más finito?
Cuando corté yo estaba indignada, José distraído y costó bastante remontar la situación.
Hace media hora, sin embargo, cuando se fue José, me encontré un mensaje de mi mamá que me dejó preocupada.
Según él, ella está histérica, llorando todo el día, con ataques de nervios porque el vestido le queda chico, porque no pueden organizar las mesas sin sentar juntos a los que están peleados, y porque todos son unos desconsiderados e irresponsables que quieren arruinarle «la noche más importante de su vida».
Dice que el casamiento se transformó en una pesadilla y que sólo se va a casar si festejan con una cena para veinte personas muy modesta.
Y mi hermana, que es muy caprichosa, en vez de tratar de calmar las cosas, le dijo que ella se iba a casar una sola vez en la vida y como siempre había soñado, con él o con otro.
En general yo trato de evitar almorzar con ellos en el bar de abajo, porque es como meterse en una jaula de monos.
Hablan unos encima de otros, levantan la mano para gritar «Coca» y «milanesa» con la boca llena, hacen chistes horribles y luego se cagan a trompadas para dividir la cuenta y usar los tickets canasta al mismo tiempo.
Mientras terminaban de llegar todos, yo luchaba con la panera del bar (que se me ofrecía, descocada, con todos los grisines al aire), Graciela hablaba de la nueva operación de la madre, Gisela contaba que se quería presentar al próximo Latín American Idol y Silvani la hacía cantar «My heart will go on».
Como me parecíó raro, le pregunté a Piñata si no venía nadie más, y me dijo que había organizado todo Marcelo y que le preguntara a él.
Pero apenas escuché que Gisela le decía a Marcelo que no era necesario enviar cinco mails para confirmar el almuerzo, me empecé a dar máquina y ya no pude parar.
Mientras Silvani se ponía la cabeza de Piñata debajo del brazo y le frotaba el pelo con el puño, yo empecé a increpar a Marcelo disimuladamente.
—Es el mismo que el de todos, sólo tenés que cambiar el apellido — le contesté, enojada.
13 de Marzo Ayer, después de preguntarle a José por qué no había ido y enterarme de que ni siquiera había chequeado su mail, me sentí muy mal por haber desconfiado de Marcelo.
Medio en chiste, medio en serio, busqué ese muñequito horrible que una vez me había dejado sobre el escritorio para pedirme perdón y lo dejé sobre su monitor (aunque ahora le faltaba un ojo y el sombrerito a lunares estaba colgando, a medio despegar, del flequillito de nylon de ese cachivache).
Cuando Marcelo llegó, en vez de tirarlo al tacho como yo, lo agarró, leyó el cartelito en voz baja (decía «empecemos de nuevo») y se rió.
Mi hermana vuelve con el novio A las nueve de la mañana mi madre me avisó que Irina súbitamente había vuelto con su novio, pero que de todas formas había cancelado el salón y el catering que tenía reservado desde Febrero.
Recién a las seis de la tarde, cuando pudimos hablar, mi hermana me pidió que fuera para su casa, porque quería charlar conmigo y mi madre en persona.
Me imaginé lo peor (que se separaban de común acuerdo) y también lo mejor (que ya no querían casarse pero seguían juntos).
Llamaba para explicar por qué se había comportado así (llorando porque el vestido le quedaba chico, gritando que nadie la ayudaba, revoleando canapés por el aire y vomitando de los nervios por un centro de mesa color salmón) durante las últimas semanas de preparativos.
La gente tiene que conseguir vestido, zapatos, regalo… un traje, gemelos.
Los del otro lado desempolvarán algún trapito de la primera comunión… —O te casás en la fecha que tenías o lo pospónés para el año que viene.
15 de Marzo Ayer a la tarde, mientras trabajaba en la computadora, José me vino a hablar delante de todo el mundo.
Además, empieza a pegarte golpecitos en la cabeza con una regla, a preguntarte quiénes son los del portarretratos o a ir hacia adelante y hacia atrás en el taco con fechas en el que anotás lo que tenés que hacer.
Me explicó que estaba lejos pero que igual quería verme a lo que yo contesté con un silencio gélido.
¡Llamaba para chequear que yo no estuviera ni enojada ni dormida y no hacer un viaje hasta casa sin sentido!
17 de Marzo Si mi hermana se casara en el mes de Abril, yo tendría que conseguir un novio durante el mes que viene.
Así que ayer no me quedó más opción que llamarla, verificar que no estuviera con mi madre e ir a verla para tratar de convencerla de que casarse en treinta días le iba a arruinar la vida.
Yo quería tener una foto perfecta en la chimenea y no voy a salir redonda como una pelota recién inflada.
Como no dio resultado, traté de provocarle envidia: —Si te casás en treinta días, todo lo mejor va a estar ya ocupado.
Le robabas a mamá las cortinas de voile, y con una te hacías el vestido y con otra el velo.
—Ay, Iri, no sé qué decirte, si vos pensás que puede salir bien un casamiento organizado a último momento, hacelo.
Pero justo vos que sos superexigente no te vas a conformar, no vas a poder disfrutar cuando veas las servilletas color verde agua, los centros de mesa de claveles, la CocaCola diluida… —No me importa.
Al ver que no funcionaba, traté de asustarla: —La gente de Mendoza no puede venir corriendo ahora.
Que no venga nadie, pero no quiero casarme toda gorda y no poder bailar, salir fea en las fotos, no quiero.
—¡Yo te digo que te cases en la fecha que tenías, como lo planeás hace seis meses!
Le conté todo, y mientras más hablaba, Irina abría más la boca, pasmada, incrédula, ahogada, como si saliera de abajo del agua para respirar.
—Pero ¿y el chico que mamá vio en tu departamento, el que vino a jugar, el de los llamados?
Si te casás ahora no sólo va a ser una fiesta de porquería, sino que además te va a costar mucha plata.
18 de Marzo Después de esconderme durante un día y medio (sí, soy machita para descolgar el portero pero maricona para confesarlo), finalmente hablé con José.
Cuando volví de almorzar estaba sentado arriba de mi escritorio, jugando con mi lapicero y meciendo las piernas como si estuviera en una hamaca.
Asentí con la cabeza, y él empezó a burlarse, imitándome la voz: —Qué somos, José, hacia dónde vamos, estoy confundida, necesito saber qué sentís por mí.
Pero Marcelo, que evidentemente se dio cuenta de que pasaba algo, vino un minuto después, y poniendo cara de casualidad me preguntó: —¿Vas mañana al bowling?
Me preguntó cada veinte minutos, nervioso como un niño, si iba a ir temprano, si me iba a quedar a cenar, si iba a ir sola o con alguien, si quería jugar en su equipo.
20 de Marzo Ayer, José y yo llegamos al bowling cuando ya estaban todos cambiándose los zapatos.
Antes de empezar a jugar lo esperamos un rato largo, pero como no aparecía ni contestaba el celular, empezamos sin él.
Pero cinco minutos después, mientras Graciela tiraba su bola, vi una mano, galante y anónima, sosteniendo la puerta del lado de afuera, para que una chica pudiera entrar.
Contra todos los pronósticos, la chica no sólo no miró con pena a Marcelo, sino que lo agarró de la mano, caminaron hacia nosotros y, un poco nerviosos, un poco emocionados, se presentaron.
¿Para hacerme creer que se moría por verme y luego poder sorprenderme con su nueva noviecita?
¿Que yo soy una solterona patética y él un galán que tiene una novia linda que lo adora?
¿Habrá querido refregarme en la cara el final de su soltería o disuadirme de que es un psicópata controlador?
Se dieron besos, se abrazaron cuando nos ganaron, se llamaron con apodos, compartieron el vaso y, como si fuera poco, se ofrecieron a llevarme a casa porque ellos dos iban para el mismo lado.
Cuando salimos a la calle José preguntó adónde quería ir a comer, pero yo tenía un humor de perros y me quise ir a dormir.
Pero por su cara de sorpresa y sus avances en la cama, supongo que no esperaba que lo de dormir fuera literal.
No le dejé, sin embargo, ni una sola duda: le di un imán de una pizzería, una bolsa vieja de papas fritas, el control remoto, le dije que se sintiera como en casa, y me quedé dormida de inmediato.
Fruncí el ceño, agarré un mignoncito caliente, lo partí, le puse queso y me lo empecé a comer con alevosía.
Supongo que necesito saber si sólo nos acostamos porque eso es todo lo que hay, o si sólo nos acostamos porque no podemos parar de acostarnos.
En el otro caso somos dos personas que se están conociendo, están probando y que, por afinidad, novedad o necesidad, se acuestan mucho.
—No ahora… Pero qué pasaría si, por ejemplo, estoy dando un ejemplo nada más, dentro de un tiempo mi madre cumpliera años… —Bueno, digamos que si en un año seguimos juntos yo podría ir al cumpleaños de tu mamá… —¿Un año?
No sé ¿No podemos ver en tres meses si te acompaño a una fiesta?
22 de Marzo Yo no sé si a los demás les pasa lo mismo que a mí, si todos tienen una comida asociada a una bebida.
si cada vez que oyen «té», piensan «con torta» y si cuando les dicen «cerveza», enseguida agregan «con maní».
Me llama dos o tres veces por día para decirme que tiene un salón para el 6 pero que es feo;
Porque en un año conseguir novio puede ser difícil, pero en dos… en dos es pan comido (keyword: pan).
23 de Marzo Desde la semana pasada la oficina se volvíó un caldo meloso.
Algunos no se miran entre sí para no reírse, otros revolean los ojos con hastío premeditado y otros hacen gestos irritantes.
Sólo un par de personas están interesadas de verdad en las crónicas amorosas de Marcelo, que aparecen en las conversaciones más diversas como paracaidistas extraviados.
Si uno habla del frío, por ejemplo, Marcelo se apura a agregar que Marina es «re friolenta».
Digo yo: ¿a quién le importa que tomen mate separados porque Marina toma con yuyos y él no?
Mientras Marcelo cuenta todo arrebolado y cachondo cuál es el tipo de vida que quiere tener con su novia, José me revuelve el pelo muerto de risa como si sacudiera a un cachorro de perro batata, o me escribe chanchadas por mail.
No tengo más tiempo Los compromisos odiosos pero lejanos se parecen a un espejismo.
Si uno tiene que ir al dentista dentro de un mes, por ejemplo, recién empieza a pensar en el pinchazo de la anestesia cuando faltan dos o tres días para la cita.
Faltan tantos días y tantas cosas, que anticiparse parece un rasgo de neurosis absurdo.
Hoy, por primera vez en casi cinco meses, me preocupé en serio por la boda de mi hermana.
Me quedan dos meses escuetos, el tiempo justo para hacer dieta y conseguir un novio decente para callar a mi mamá.
Si invierto mal mis días, si apuesto al candidato incorrecto, no voy a poder cambiar de plan.
Si no se lo pregunté todavía es porque no decido qué es peor: si espero y dice que no, me pierdo la posibilidad de conseguir a alguien que quiera ir, y si me apuro mucho al preguntar, lo voy a asustar y va a salir corriendo.
28 de Marzo Llegué ojerosa, molesta y con abstinencia de Internet a la oficina, porque otra vez no tenía señal en casa.
Empecé mi rutina haciendo café, chequeando el correo, borrando el spam, hablando con mi jefa, chusmeando con Graciela, leyendo algunos diarios y ordenando el lío que dejé en el escritorio el día anterior.
Así que agarré mis cosas para salir a comer algo e ir a buscar unos documentos al microcentro.
29 de Marzo A las nueve y media en punto, Marcelo y Marina nos esperaban agarrados de la mano en la primera mesa de un restaurante de medio pelo.
Su presencia fue a la cena lo que un baño de azúcar glacé es a una torta: se dieron un beso ruidoso cada diez minutos (como si lo hubieran cronometrado), hablaron en primera persona del plural toda la noche y se agarraron de la mano cada vez que los dos soltaron los cubiertos al mismo tiempo.
José y yo llegamos tarde, despeinados y con la misma ropa de todo el día, porque nos demoramos teniendo sexo en casa, adonde habíamos ido para que yo pudiera bañarme y cambiarme de zapatos.
Como si fuera poco, nos comimos la panera en cuatro minutos y yo me tomé el agua de Marcelo porque tenía mucha sed.
Es maestra jardinera, adora los chicos y quiere tener cinco hijos para vestirlos iguales (keywords: vestirlos iguales).
Nunca pensé que alguien pudiera estar loco de amor por Marcelo, aunque ahora tenga lindo pelo y se vista mejor que antes.
Yo sí quiero una fiesta grande grande, un auto antiguo, los pétalos de flores, todo —dijo Marina.
Esta cena lo inspiró, ahora le dan ganas de decir que quiere casarse —acoté, cizañera.
Nos haríamos los enfermos —dijo José, mientras se metía un morrón asado caliente y entero en la boca.
—Iríamos chochos de la vida —corregí, y les ofrecí una sonrisa falsa como una flor de plástico.
—Yo nunca le dije nada a Matías, se lo dije a su ex, que era mi amiga, y ella se lo contó, y así me di cuenta de que se veían… ¡Y traté de avisarte pero me tiraste un café!
30 de Marzo Ayer mi hermana, mi mamá y yo nos juntamos para tomar el té y hablar del casamiento.
Sólo discutimos colores de servilletas, opciones de tortas y la lista de invitados que se agranda cada vez que mi mamá arquea las cejas.
—Ella elige salmón —dijo mi madre mientras anotaba «salmón» con tanta fuerza que la lapicera amenazaba con romper la hoja.
31 de Marzo Hoy, mientras almorzábamos en la oficina, Marcelo dijo que lo peor que te podía pasar era que tu novio te dijera que nunca se iba a casar con vos.
Ni lerda ni perezosa, le contesté rapidito: —Mucho peor que un novio indiferente es una novia que sólo piensa en casarte.
Y como es medio lento, recién se le ocurríó con qué pegarme cinco minutos después.
Entre que me digan que no quieren pasar toda la vida conmigo y que me lo digan demasiado, prefiero que me lo digan demasiado.
—O al revés, que la chica que te gusta nunca te dio bola y te tuviste que conformar con la pesada que te dijo que sí —dije mientras me levantaba a tirar mi ensalada.
Mamá y yo queremos poner unos centros de mesa que tienen unas flores de Costa Rica, tropicales, divinas, que nunca nunca nunca se vieron, Lulú.
de Abril Hace rato que debería haberle preguntado a José si me va a acompañar al casamiento, pero por miedo de que se espante, no lo hice.
El problema es que me quedan menos de dos meses, y si no le pregunto ya, no voy a tener tiempo de conocer a otra persona.
Así que hoy a la tarde, después de dar muchas vueltas, resolví terminar con esta incertidumbre y esperé que viniera solo a mi escritorio para agarrarlo de sorpresa.
—Che… Yo sé que es medio raro que te pregunte esto ahora, pero necesito confirmar algo… Yo sé cuántas veces dijiste que odiabas los casamientos.
—Y vos querés que te mande dos… —dijo José, con expresión de dolor de huevos.
de Abril Hoy llamé a mi hermana para avisarle que podía elegir lo que quisiera: salmón, flores importadas, un cisne esculpido en hielo, papas noisette en forma de corazón, una carroza con caballos blancos.
El otro día, cuando hablamos con José sobre el casamiento, dijo que él no iba a bailar, no iba a hacerse amigo de mi padre, ni iba a comer los domingos con mi familia.
No me iba a durar nueve meses aunque lo secuestrara y lo atara a una cama hasta el día de la fiesta.
Es un buen acompañante para llevar a una fiesta pero no puede impresionar a nadie con ese carácter furibundo y esa forma de devorar.
Pero más allá de todo esto, si la palabra clave es «novio» y no «clase», como yo creo, se podría decir que por fin se acabó el asiento trasero del auto para mí.
Que cuando alguien me pregunte si tengo novio por fin podré señalar la mesa de postres y decir que aquel grandote de traje azul que se está comiendo la isla flotante con la mano es mi novio.
Un novio que te agarra de la mano para cruzar la calle, que te lleva las bolsas del supermercado, que te acaricia el pelo cuando estás enferma o que se pelea con el vecino que te roba el diario por las mañañás.
de Abril Como vivo tratando de hacer dieta (keyword: tratando), hoy me llevé una ensalada a la oficina.
Adentro de un táper di vuelta una bandejita comprada de repollo, zanahoria y radicheta (de las que parecen viruta), le agregué un tomate medio verde, un huevo mal pelado y una pata de pollo al espiedo que descansaba, holgazana, desde el fin de semana en mi heladera.
Al mediodía me compré un agua saborizada y me fui al comedor a degustar mi porquería, con absoluta convicción de que ese acto heroico ya me hacía más flaca.
La condimenté, la revolví y la probé: además de lucir horrible, sabía fatal: parecía papel picado.
Como si eso fuera poco, Marcelo se me sentó al lado, abríó su táper y me iluminó con su porción de felicidad hogareña.
Si el táper de Marcelo y el mío hubieran sido fotografías, la mía hubiese ilustrado una crónica sobre malversación de fondos en los comedores escolares de la provincia y la de Marcelo hubiera sido la tapa de una revista gourmet.
Su táper era la declaración de amor de una esposa perfecta: unos sanguchitos mínimos en triángulos de pan blanco y mullido que parecían robados de una mesa de té victoriana, un alfajor miniatura artesanal, un pack de juguito, un tapercito chiquito con una ensalada de papas (¡y nada de papas rotas!, ¡parecían bloquecitos de madera para jugar!) y dos bombones en papel metalizado arriba de una servilleta verde doblada en ocho.
Me sentía igual a la vez que estaba en jogging y ojotas comprando un alfajor triple y me encontré con mi ex y su nueva novia.
Sólo diré que más tarde José vino a mi escritorio, abríó una caja de chicles y se los tiró todos en la garganta.
de Abril Más allá de mis obsesiones recurrentes o de mi lacónica relación con José, últimamente mi vida venía muy tranquila.
Nos hicimos las preguntas de rigor, me contó que cambió el auto, le pregunté por la madre, me hizo chistes horribles sobre mis plantas secas y mi incapacidad para la cocina, y lo mandé a cagar unas cuantas veces.
No podía entender por qué Rodrigo había dicho Ezequiel si el único hombre del que yo le había hablado alguna vez era Matías.
¿Por qué mi mamá me preguntaba por novios diez minutos después de haberle contado a Rodrigo que tenía uno?
10 de Abril Ayer a la noche, después de ir a jugar al bowling, José se quedó a dormir en casa y tuve el sueño más extraño del mundo.
Yo me despertaba súbitamente, muy angustiada, y lo llamaba tocándole el hombro para que se levantara, a punto de llorar.
Entonces yo lo destapaba y descubría por qué no oía nada: tenía un gorro de lana coya con orejeras y pompón.
13 de Abril Aprovechando que mi familia no iba a estar en todo el día, hoy fui hasta la casa de mi mamá y marqué el teléfono de Rodrigo desde el teléfono fijo.
Y se deshizo en explicaciones sin pies ni cabeza: que no tenía batería, que había estado enfermo, que no escuchaba los mensajes desde el miércoles.
—Ella tiene miedo de que vayas sola al casamiento, y me dijo que seguro yo iba a ir solo también, que era una pena… Que por qué no averiguaba bien… Y tiene razón.
No soporto más a José Todas las cualidades que al principio me causaban gracia o me resultaban mínimamente interesantes ahora me ponen los pelos de punta.
Arranca gritando «lacadé, lacadé» en voz baja, pero se va entusiasmando cada vez más, y al final aúlla unos alaridos tumberos que me dejan los nervios a la miseria.
Y como si fuera poco, más tarde yo misma me encuentro cantando lo mismo en cualquier lado: «Desde el Este y el Oeste/ en el Norte y en el Sur/ brillará blanca y celeste/ la academia Racing Club», sin darme cuenta.
Si estoy de malhumor porque llegó dos horas tarde, me hace un movimiento de pelvis espantoso y adolescente y me dice que me va a «sacar el enojo» como él sabe.
Si se me borró una nota larguísima en la computadora de la oficina y me pongo a chillar, me toca la cola y me dice que a mí me anda faltando «un poco de José».
Cada vez que viene a casa me asalta la heladera y se come hasta la mayonesa.
Si pedimos comida por teléfono y tardo demasiado en agarrar una porción, se traga hasta la última miga.
Si quiero cenar normalmente, tengo que atiborrarme de comida en los primeros cinco minutos, porque no hay cantidad que me asegure un plato lleno.
Hace poco, almorzando en el bar que está abajo de la oficina, se gritó con otro comensal porque nos había sacado el salero mientras él estaba en el baño.
¿Para qué me voy a quedar con un papelonero que sólo me quiere para coger cuando tengo uno igual de escandaloso y gritón que quiere ser el padre de mis hijos?
15 de Abril Hoy a la mañana tuve que ir a buscar unas muestras de telas a lo de mi hermana y llevarlas al salón, porque ella tenía náuseas, ganas de comer aceitunas y un zarpullido picoso que la hacía llorar todo el tiempo.
Me desperté una hora después de que sonara el reloj, busqué ropa limpia (que siempre es escasa por mi consabida pereza para lavar) y me maquillé un poco arriba del taxi.
Llegué cuarenta y cinco minutos tarde, pero en vez de encontrar a mi hermana a los gritos, me choqué con mi madre, que iba y venía con mis telas en la mano.
Porque una cosa es pagar media fiesta, y otra es pagar una fiesta entera.
Mi madre se dio vuelta y la miró furiosa a Irina, que se hacía la tonta y se miraba sus uñas recién pintadas.
Si vos querés decir que yo le dije a tu hermana… —Yo sé muy bien lo que le dijiste a mi hermana.
Mi madre nos miró fijamente a las dos, primero a mí y después a Irina (a veces tiene una mirada fulminante, igual a la que nos hacía cuando éramos chicas y nos portábamos mal en público o queríamos agarrar otra porción de torta).
Cuando mi mamá era chica, mi abuela (que al parecer era muy estricta) la amenazaba con que se iba a quedar soltera como su hermana, la tía Fefa.
Mi mamá lo cuenta muerta de risa, pero desde acá, a la distancia, yo no puedo imaginarme qué tenía de gracioso para ella en esa época.
¿Querés ser como mamá (y ponía cara de feliz) o como la tía Fefa (e inflaba los cachetes de gorda)?» Mi mamá fue gordita hasta los nueve años y la tía Fefa era su tía preferida.
Detrás de su casa (porque vivía con ellos, como todas las solteronas), tenía un taller de costura al que mi mamá iba a verla trabajar.
Le parecía hermoso ver como hacía vestidos de un sencillo pedazo de tela.
Siempre cuenta lo mismo: que para ella, una tira de seda fruncíéndose para hacer un volado era algo parecido a la magia.
Las dos, Fefa y mi mamá, tenían un ritual que llevaban a cabo a escondidas de mi abuela, todos los martes y jueves: comían escones y masas secas, tomaban té en unas tazas inglesas con dibujos azules y esperaban ansiosas que llegara una clienta preciosa que venía a probarse ropa.
Mi mamá no se acuerda mucho, pero dice que tenía tacos altísimos y usaba medias importadas con una rayita en la parte de atrás de la pierna.
A las dos les encantaba mirarla mientras giraba frente al espejo de cuerpo entero y que la blusa cayera por su escote como una caricia.
Según cuenta mi mamá, mi tía Fefa se esmeraba especialmente en hacer esa ropa porque decía que la clienta la iba a saber llevar.
A esa edad, a mi mamá le gustaba un chico del colegio, pero en esa época esas cosas no se decían, era un papelón absoluto que una chica suspirara por un galán.
Sin embargo, como mi mamá no sabía disimular, todos sus amigos se dieron cuenta enseguida.
Hasta el chico en cuestión, quien se apuró a aclarar (delante de ella) que mi mamá no le gustaba porque «era una gorda».
Ni siquiera comíó las galletitas que mi abuela había dejado en la mesa de luz para consolarla (y eso que era la primera vez en la vida que mi abuela le ofrecía por propia voluntad un plato traidor de golosinas).
En esa semana, mi mamá dejó de comer a escondidas y bajó de peso por primera vez en su vida.
Pero otras veces, cuando estoy distraída, me la imagino chiquita y redonda, llorando en su cuarto, con la mandíbula apretada de bronca, tratando de contenerse para agarrar una galletita de la mesa de luz, con la tierna esperanza de llegar a grande como la clienta de la blusa y no como la modista.
19 de Abril La relación con José entró en lo que yo llamo el «punto gris».
Estamos hasta el cuello de rutina mediocre de parejita joven y oficinista que comparte un dos ambientes barato, se pelea por el control remoto, tiene sexo tres veces por semana y sale los viernes, cada uno por su lado, con amigos.
Una estadística, un cliché, una mentira que se viste de amor para tener una manito que nos ayude a cargar las bolsas del supermercado o que ocupe una silla en una fiesta de casamiento.
—Mi viejo siempre me decía/ llevalo en el corazón/ te van a cagar dirigentes/ te va a delatar un botón… —cantaba José, desde el baño.
—Pero me importa una mierda/ yo vivo con esa ilusión/ la de poder ver a Racing/ de nuevo campeón… —seguía gritando y saltando, agarrado de la canilla.
—Mi viejo siempre me decía/ llevalo en el corazón/ te van a cagar dirigentes/ te va a delatar un botóooooon… Y me paré, fui hasta la cocina, abrí el mueble bajo la mesada, me arrodillé, y por fin escuché el grito que sí quería escuchar.
21 de Abril Hoy cuando volvía de almorzar, me crucé con Marina y Marcelo en la entrada del edificio.
El viento la despeinaba y se volvía a acomodar el flequillo, divertida, mientras seguía mirando la mano de Marcelo con fingido interés.
Compré los pañuelos, miré unos anteojos en un exhibidor giratorio, revisé la variedad de galletitas y el exagerado precio de los lácteos de la heladera vertical, con la esperanza de que el tiempo pasara rápido y yo no tuviera que reconocerme a mí misma que me estaba escondiendo.
Más tarde, mientras subíamos en el ascensor a la oficina de nuevo, le pregunté qué le había dicho.
Le daría somníferos mezclados en una cajita de vino para que se duerma hasta el año que viene.
Si que su cuadro gane, y por eso cante exaltado, o que pierda y empiece con la historia de cuando Racing salíó campeón del año 66.
Si escucho de nuevo que fue el primer campeón del mundo, el tricampeón del fútbol argentino, que llenó dos canchas enteras al mismo tiempo, me tiro por la ventana.
Así que cuando José llegó, lo dejé unos minutos tocando timbre, dejé que mi hermana me avisara que me buscaba un hombre, y después agarré mi cartera y salí.
Al escuchar la palabra «hombre», en vez de preguntar quién era, me interceptó y abríó la puerta ella misma.
Se puso muy serio y fruncíó el ceño con genuino enojo de barrabrava.
Cuando era chica, yo le golpeaba la puerta porque no salía del cuarto en días… —Mamá… —Estaba ahí, mirando tele y durmiendo en vez de salir, todo el fin de semana.
Pero contestaba que sí y seguía adentro, comiendo y comiendo, y mirando tele hasta que el lunes iba al colegio de nuevo.
Mientras mi mamá ponía cara de pobrecita, yo seguía tirando de José, que la miraba, estupefacto, esperando otra intervención para comérsela viva.
Sólo me puse a llorar y le pedí en voz baja que nos fuéramos a casa, que después hablábamos, que después veíamos, lo que él quisiera, pero después.
Mientras yo lloraba y él se daba vuelta para mirar a mi mamá, que se encogía de hombros desorientada.
Si bien no estamos peleados, luego de semejante episodio yo me quise ir sola a mi casa, él se fue a la suya y no volvimos a hablar hasta ayer, que discutimos en un pasillo de la oficina.
Marcelo se dio cuenta de que tenía mala cara y me preguntó qué pasaba, pero no quise contestarle.
Entonces se agachó, detrás de mi escritorio y me dijo que él conocía bien mi cara, y que sin importar lo que yo dijera, a esta altura me había mirado tanto, tantas veces, con tanto detalle, que sabía mis expresiones de memoria.
Hace un par de años, cuando corté con Rodrigo y quedé soltera de nuevo, engordé quince kilos.
En esa época, yo me despertaba tardísimo porque estudiaba para dar los últimos finales, y me iba en camisón y con todo el pelo revuelto a revisar la heladera para hacerme un brunch tardío saturado de grasas trans.
La tragedia amorosa justificaba cada mimito culinario, cada mordisquito y cada chorrito de aceite de más.
Entonces le preguntaba a mi mamá si no había ido al supermercado y ella me decía que teníamos que hablar.
Yo, por mi parte, le explicaba que no quería conocer a nadie, que recién había cortado con mi novio, pero ella insistía con que era algo diferente y me pedía que fuera hasta el living.
Mi mamá nos presentaba y nos dejaba a solas, y él me contaba que tenía un programa de televisión donde ayudaba a los gordos a dejar de comer.
Yo hacía que lo escuchaba, pero sólo miraba sus ojos, su boca, sus manos enormes.
Me acercaba lentamente, como en las películas, y él inclinaba su cabeza para recibir, cómodo, mi beso.
Pero apenas llegaba a su boca, a un milímetro de rozar sus labios, Adrián Cormillot ponía un dedo entre nosotros y lo bloqueaba.
Mi mamá, que había visto todo, salía del pasillo donde esperaba escondida, frotándose las manos con miedo.
Yo traté de olvidarme de su exaltación y preferí quedarme con el recuerdo de que me defendíó de mi mamá cuando nadie antes lo había hecho.
Este razonamiento, que a primera vista parece muy dulce y tolerante, y que de alguna forma me devuelve la fe en el género masculino, me hizo bien durante todo el día de ayer.
Yo insistí con una milanesa al horno y una ensalada, y José pidió dos platos de ñoquis.
Previsiblemente, otra vez la milanesa vino chorreando aceite y tuve que llamar al mozo para pedirle que me la cambiara, y como se negó, tuvimos una suerte de forcejeo amable.
José le dijo que éramos clientes de casi todos los días, que no valía la pena discutir, que mejor me la cambiara por una que no tuviera aceite y listo.
Pero al rato me volvieron a traer una milanesa igual de grasienta que la anterior y me di cuenta de que no tenía sentido insistir con lo mismo.
Así que empecé a comer y al verme aceptar mi destino con tamaña mansedumbre, José enloquecíó y me sacó el plato indignado.
—Siempre hacés lo mismo vos, dejás que los demás hagan lo que quieran y para no pelear, te terminás comiendo algo que no te gusta.
Cuando el mozo llegó, José empezó a discutir diciéndole que no íbamos a pagar ni a comer esa milanesa y que se la llevaran ya mismo.
José le explicó que eso no era una milanesa con aceite sino un aceite a la milanesa, y la conversación subíó tanto de tono, que pasó lo que yo no quería que pasara.
de Mayo A causa del escándalo del miércoles, tuve que sugerirles a todos que buscáramos nuevos lugares para almorzar.
Intentando disimular, les pregunté si no estaban cansados de las bebidas calientes, de los pedidos equivocados, del puré con grumos, del pan gomoso del día anterior, pero dijeron que no.
Apenas José dijo que había revoleado una milanesa con plato y todo, la oficina estalló en una carcajada parecida a un trueno largo y poderoso.
Al mismo tiempo, al ser un tenedor libre, los animales como José y Silvani podían tragar volquetes de tarta de zapallitos y croquetas de mijo sin preocuparse por la cuenta, y para Marcelo (que detesta los conservantes) y Piñata (que está a dieta) también era el lugar ideal.
Yo, por mi parte, no tenía idea de qué era cada cosa, pero me guié por Marcelo (que explicaba qué tenía cada preparación) y por José (que acotaba «los rojos están buenos» o «los tomates esos se la bancan»).
Me imaginé una masa amorfa de desconocidos que iban en malón a llenarse el buche de zanahoria rallada.
La sorpresa me llegó en la mesa de ensaladas, cuando Matías, colorado e incómodo, me dijo un «hola» incómodo y acartonado.
Había pasado mucho tiempo, nos veíamos muy poco, y yo ya había rearmado mi vida.
Si tengo que ser sincera, a riesgo de parecer una estúpida tengo que confesar que en ese momento me sentí bien.
Y un poco por sádica y otro poco porque quería disfrutar de esa brisa de adultez, estuve a punto de preguntarle cómo iba el trabajo, qué le parecía el clima, si era la primera vez que venía, pero no pude.
Y me sentí una idiota ejemplar cuando su ex novia volvíó de la mesa de ensaladas con dos platos y le dijo: «Mati, no hay aceite de oliva».
Para colmo de males, José estaba lejos, apilando comida en su plato como si se viniera la tercera Guerra Mundial.
Sabés que si te quedás muda, si te ponés muy colorada o si empezás a decir pavadas, el otro te va a rescatar o va a decir que tenemos que irnos.
No tengo idea si es una cualidad femenina, fraternal o curandera, pero siempre sabe qué está pasando en la cara de los demás.
Hablamos un poco más, pero la tensión llenaba todos los silencios, así que Marcelo decidíó cortar por lo sano diciendo que todos nos estaban esperando para empezar a comer.
Marcelo, desencajado, le dijo que yo no tenía nada que hablar con ellos dos y Matías contestó algo que todavía no puedo entender: —Ya te dije varias veces que te metas en tus cosas.
O mejor dicho, son las cosas de todo el mundo —le contestó Marcelo mirando a la ex novia de Matías.
A cuántas habrá engañado con su ex novia o a cuántas habrá dejado de llamar porque volvía con ella.
Porque al parecer, Marcelo por fin consiguió una chica que quiere ir de camping y se la llevó todo el fin de semana largo con él.
A mí me llevó a un camping horrible y a ella a una cabaña con chimenea frente a un lago divino.
Y digo supuestamente, porque ahora, mientras lo escribo, me doy cuenta de que no tenía mucho sentido llamar, que si pasó algo entre la ex novia de Matías y Marcelo yo no tengo nada que ver.
Gritos pidiendo más gaseosas, milanesas aceitosas, vasos confundidos y esa lucha despareja de luncheon tickets imprecisos al final de la comida.
Yo me comía un pan para disimular lo concentrada que estaba en escuchar su conversación.
Por suerte en ese momento nos trajeron la comida y pudimos cambiar de tema.
Agradecí religiosamente cada bocado salvador, cada comentario criticando el puré, cada puteada por la lechuga marchita.
Traté de minimizar la situación ofrecíéndole cambiar de plato conmigo, pero no quiso y llamó al mozo.
En ese momento sentí tanta bronca y tanta humillación que estuve a punto de ponerme a llorar.
Hubiera querido que me sacara la policía con una campera en la cabeza, como a los ladrones, para que nadie me viera.
Toda la gente nos miraba: las chicas de otros pisos murmuraban, los hombres se codeaban y se reían, los desconocidos abrían la boca con fascinación morbosa.
Así que agarré mis cosas y me fui corriendo, mientras el griterío se volvía cada vez más espeso y difuso.
de Mayo Hoy, cuando llegué de la oficina, me encontré con las invitaciones del casamiento debajo de mi puerta.
No sé si fue para reconocer su supuesta derrota o para intentar un acercamiento, pero el sobre, en letras plateadas, dice «Lucía y José».
10 de Mayo El viernes a la tarde pasó lo que yo supónía que iba a pasar.
Esta escena se repitió millones de veces a lo largo del último año.
No sé qué decir, no sé cómo decirlo, y la mitad de las veces termino llorando.
Pero esta vez yo misma había propiciado la situación y no iba a poder escaparme así nomás.
11 de Mayo A veces, cuando me enfrento a una situación determinada, los hechos se me presentan claros y contundentes.
Tan segura como que no me gusta el hinojo, subirme a una montaña rusa o el cine Irání.
Me llama la atención, entonces, que, en algunas ocasiones, esas certezas que en algún momento fueron tan claras se desvanezcan como un argumento borroso en mi memoria.
Como si las diera vuelta y encontrara un montón de razones ocultas que dicen lo contrario y que, ciega por una seguridad arrolladora, en ese momento no pude ver.
¿Cómo alguien que antes nos volvía locas de amor ahora nos resulta un tarado banal, y al mismo tiempo, alguien que nos parecía un mamarracho plañidero y sofocante de repente nos resulta un príncipe azul?
Hoy, mientras José hablaba sobre el posible descenso de Racing y yo me hacía la que escuchaba, pensaba qué hubiera pasado si hubiera escuchado a Marcelo la primera vez.
Quizá nunca lo hubiera encontrado besándose con su ex y no hubiera tenido que inscribirme en un portal de citas, ni salir con un amigo de Marisa o con José.
Pero en aquel momento, a fines del año pasado, todo parecía tan cierto… Estaba tan segura de mis negativas, tan concentrada en quejarme, en huir, en mirar para otro lado… Quizá, si él no hubiera sido tan insistente, ni yo tan histérica, ni Matías tan simpático, ni mi madre tan mordaz… Quién sabe qué hubiera pasado si yo no hubiera estado tan segura de algo que quizá no era cierto.
La idea era pedir algo para comer y ver una película, pero no pudo ser porque el reproductor de dvd se empacó y no anduvo más.
Mientras yo pedía la pizza, José trató de poner música, pero el disco giraba en falso y no cargaba.
Entonces resolvíó poner otro, pero cuando lo quiso abrir, el reproductor estaba atascado.
Trató de arreglarlo apagándolo y prendíéndolo varias veces, forzándolo con un clip, haciendo palanca con un cuchillo, sacándole la tapita del display, pero no hubo caso.
Y durante el proceso se fue poniendo tan nervioso que finalmente le dio un golpe desde arriba y lo rompíó para siempre.
Yo me puse tan mal por la situación que dejé de hablarle, y él, que no es precisamente un mago de las relaciones interpersonales, buscando consolarme, no tuvo mejor idea que decir que era culpa del reproductor, que era una porquería.
Apenas lo dijo, me puse a llorar desconsoladamente y a gritar que era un animal, que no lo soportaba más, que quería que se fuera ya mismo de mi casa.
Que ése era mi reproductor de dvd, que siempre había funcionado bien y que en su momento me había costado mucho comprarlo.
Argumentó que no tenía la culpa de que el reproductor fuese una basura, que yo me ponía histérica por cualquier cosa, y acto seguido agarró su saco y dio un portazo, ofendido.
No sé quién le habrá abierto la puerta de abajo, pero supongo que alguien lo hizo, porque cuando llegó la pizza ya no estaba.
Para evitar cruzarme con José le dije que no podía ir, pero fue tan insistente que al final tuve que ceder para no tener que dar tantas explicaciones sobre mi misterioso faltazo.
Incluso me pellizcó la cola delante de todo el mundo, y tuve que dispararle una mirada violenta para que entendiera que nuestro problema no se iba a solucionar con unas palmaditas atrevidas.
Supongo que de alguna forma rara debía estar contento de que nos lleváramos tan mal o, peor aún, de que ya no nos lleváramos más.
No hablábamos, no interactuábamos y yo me solté varias veces cuando me quiso agarrar de la cintura.
A la tarde, José vino a mi escritorio y me propuso hablar, pero le dije que tenía mucho trabajo y que no podía hasta más tarde.
Me preguntó a qué hora salía y le dije que dos horas después de su horario para no tener que cruzármelo a la salida.
Y cuando digo «todo el mundo», incluyo a todos los que alguna vez nombré: Piñata, Marcelo, mi jefa, Graciela, Silvani, Gisela y diez empleados más que sólo conozco de vista.
José estaba sentado en la escalera con un reproductor de dvd nuevo en la mano y unas disculpas en la boca.
Me conmovíó profundamente que me pidiera perdón y que comprara un reproductor para mí, pero más que nada, me gustó que esperara dos horas, que lo envolviera para regalo y que se sintiera mal por su actitud de chimpancé destructor.
Me aclaró, sin embargo, que no lo íbamos a poder usar hasta que terminara el partido de Racing y yo, que estaba muy dócil y conmovida por su actitud, le dije que no había problema.
Apenas llegamos a casa, José se puso mi bata y mis pantuflas para estar más cómodo y empezó a saltar por encima del sillón y a gritarle al televisor cada vez que Racing estaba en situación de gol.
Cuando terminó el partido, como yo estaba chinchuda por sus gritos y él por el resultado, nos sentamos a comer en silencio.
Supongo que él pensaba en el club de sus amores y yo en que jamás debería haberle dicho que mirara el partido ahí.
Pero no llegamos a discutir ni a entablar una nueva conversación, porque nos interrumpíó el timbre.
Sumado a que no esperaba encontrarlo en casa, se encontró con un José comíéndose mi yogur descremado, vestido con una bata de mujer, metido bien adentro de mis pantuflas.
José miraba, suspicaz, y comía yogur de frutilla con una cucharita de café diminuta que parecía un juguete entre sus dedos.
No obstante, más allá de mi pereza y mi cobardía, hoy, cuando llegué a la oficina, me sentía tan avergonzada que por primera vez tomé la iniciativa para hablar con Marcelo.
Me dio un beso en la mejilla, bajó algunos escalones, se dio vuelta y sonrió.
17 de Mayo Ayer por la tarde tuve la pésima idea de mencionarle a mi hermana que ese fin de semana iba a buscar el vestido para la fiesta.
Que mi hermana se merecía tener la boda de sus sueños y que yo, con mi actitud, no estaba ayudando en nada a concretar su tan ansiado proyecto.
¿Qué van a decir mis amigas cuando te vean envuelta en harapos de la galería Cabildo por todo el salón?
No es que iba a ir con un vestido viejo (cosa que también se me ocurríó), iba a ir a comprar uno el fin de semana.
—Mamá, creo que puedo encontrar un vestido sin tener que hacérmelo a medida con un mantel.
Estaciónó sobre la avenida Santa Fe, nos bajamos, hicimos unos veinte metros caminando, pero al ver la vidriera del famoso local, me quedé dura.
En bolas El principio de la adolescencia me recibíó con la ansiedad oral de una aspiradora y la silueta de una heladera Whirlpool de mil cuatrocientos litros.
En esa época, yo tenía los primeros asaltos y el inminente viaje de egresados a Córdoba, y la ropa empezó a ser un problema para mí.
Mi mamá me encerraba en un probador y me iba pasando ropa enorme por arriba de la puerta, con la voz quebrada de enojo porque nada me entraba como ella hubiera querido.
Sus reproches solapados, su cara de pena, su desilusión al ver que toda la ropa linda se me trababa en las rodillas, me hacía creer que era mi culpa incomodarla de esa manera.
Ese año, la frase que más escuché fue «talle como para ella», un torpe eufemismo para suplir «talle mil».
Cada vez que mi mamá la decía, las vendedoras me miraban de arriba a abajo y tomaban uno de estos dos caminos: o bien decían que no tenían mi talle, o me mostraban el más grande que había para probarme empíricamente que mi cuerpo regordete era incapaz de meterse en ese escueto pantalón de hija perfecta.
De grande me enteré que podríamos haber ido a millones de negocios distintos.
Que no todos los locales de ropa ofrecían talles únicos para adolescentes esmirriadas.
Que había lugares, que sin ser especiales, tenían talles de pantalón numerados en vez de talles únicos imposibles.
Pero supongo que ésa era la forma que tenía mi mamá para castigarme por estar gorda.
Y estar gorda, al mismo tiempo, era mi forma de castigarla a ella por su decepción anticipada.
Ayer, por primera vez en más de quince años, me sentí de nuevo una adolescente adiposa.
Pero mientras me miraba en el espejo de un probador oscuro, empaquetada en un disfraz de abuela espantoso lleno de canutillos y lentejuelas de los noventa, me di cuenta de que ya no tenía por qué sufrir.
Y a esta altura de mi vida, con este novio, esta madre y esta cadera, media autoestima vale muchísimo para mí.
21 de Mayo Hoy fui tempranísimo a la oficina, para poder tomarme la tarde libre y salir de compras.
Mi plan era buscar un vestido lindo, bonito y barato, y si no lo encontraba, usar el vestido negro que había descartado para la fiesta de año nuevo.
A las tres de la tarde ya había terminado con todo el trabajo, así que agarré mis cosas para irme a ver vidrieras, probarme ropa y comer una ensalada por ahí.
Pero todo tenía que entrar en cinco horas, porque a las diez de la noche celebrábamos la despedida de soltera de mi hermana, con Marisa y otras amigas.
Antes de irme, un poco angustiada por tener que elegir sola y otro poco por el apuro, para no equivocarme con los colores fui a preguntarle a José por el color de su traje.
Le dije que no, muerta de risa, porque me iba a atosigar durante toda la tarde pidiendo que me apurara o mirándoles el culo a las vendedoras.
21 de mayi, muiiiiii tadre me vía llshamar a José cjaaaaaaaauuuuuuuuuuuuuuuuuu uuuuuuuu mua mua 23 de Mayo |
Ayer llegué a la oficina casi al mediodía, con una resaca puntiaguda y unas ganas escandalosas de tirarme al piso a dormir.
Estaba un poco de malhumor por el dolor de cabeza y otro poco porque José no me había contestado los llamados de anoche.
Mientras subía por las escaleras me encontré con algunos compañeros de trabajo que bajaban a comer, desorganizados, en grupos de tres o cuatro, a las corridas.
Me tomé medio litro de agua y un café para recuperar la compostura y revisé algunos mails;
Pero no había nada especial, salvo una entrevista que tenía que pautar para el lunes que viene.
Decidí llamar antes de bajar a comer con todo el mundo, aunque lo único que quería era una Seven up y un té.
Cuando abrí el celular, sin embargo, por curiosidad, miré los números que había marcado.
Pero cuando seguí, previsiblemente para todos pero dolorosamente para mí, encontré seis veces el número de Marcelo y todo empezó a cobrar sentido.
Las imágenes se volvían cada vez menos borrosas y las palabras se empezaban a organizar como ejércitos alineados adentro de mi cabeza.
Mientras bajaba corriendo las escaleras, me empecé a acordar de algunos mensajes que creía haberle dejado a José.
Cada dos o tres escalones me agarraba la cabeza, me tapaba la cara y sentía que mi estómago crujía de pudor.
Sin embargo, mi angustia no tenía nada que ver con la vergüenza de que Marcelo se hubiera enterado de los rituales privados de mi pareja.
Sin querer, lo había puesto a escuchar cosas que le iban a hacer mal, de la misma manera que me hubieran hecho mal a mí en el caso inverso.
Marcelo entonces me llevó para el pasillo que va hacia los baños, al lado de los teléfonos, y me consiguió papel para que me secara las lágrimas.
Nunca me había escuchado a mí, justamente a mí que soy tan pacata, decir semejantes cosas.
Marcelo se acercó, me secó las lágrimas con la yema de los dedos y me dijo que estaba todo bien, que no llorara porque a mí la cara se me hinchaba de nada.
Cuando llegamos a la mesa, Marina estaba sentada, incómoda y moviendo los dedos sobre la mesa, en el lugar de Marcelo.
Piñata, desde su lugar, comía pechuga a la plancha y miraba sigilosamente cada detalle de la situación.
Uno de los que ella le prepara cuando duermen juntos, de esos que tienen los sandwichitos miniatura, las uvas en bolsita, los juguitos infantiles.
27 de Mayo Hoy, luego de una siesta larguísima, me desperté y encontré un mensaje de Rodrigo en el contestador.
Hace doscientos cincuenta días, cuando sin querer escuché que mi mamá apostaba con Irina que yo iba a ir sola, gorda y de negro al casamiento.
O que estaba con unos kilos de más (keyword: estaba), pero no que era una suerte de caso perdido (keyword: era).
No un amigo prestado, una ex pareja caritativa o un galán de último momento.
O sea, tenía un tipo que no me tocaba y otro que tocaba a la ex novia.
Y le planteé que yo quería empezar algo serio y me dijo que sí, un poco para poder seguir acostándose, porque me dejó claro que a él le daba lo mismo.
—Porque Marcelo me trajo de la fiesta de Matías cuando lo encontré en el baño, porque vino a casa a ver si me sentía bien, porque me trajo la comida cuando me quedé sin almorzar, porque me invitó a ir a jugar al bowling cuando estaba deprimida, porque me convencíó de que me postule para un trabajo mejor, porque me llamó cada vez que estuve triste, no sé.
Y una vez vino a casa de noche porque pensó que no estaba José… Y después está lo de los sueños, a veces sueño con él… Y nada más.
—Entonces después, a la tarde, Marcelo me avisó que me había dejado la cartera y el celular en el bar y que no me los podía traer… por lo que había pasado, que lo mejor era si me lo mandaba con un taxi… o que yo mande a alguien… —¿Y?
28 de Mayo Cuando el sábado llegó José a casa, yo lloraba a moco tendido, y previsiblemente, empezó a hacer preguntas complicadas que yo no podía contestar.
—¡Porque seguro me sacaron mis cosas, mis anteojos, mi maquillaje!
Me fui a bañar llorando a moco tendido mientras José suspiraba, harto del cuento de la cartera fea.
José estaba en la cama, tirado, semidesnudo, con esperanzas de tener sexo de reconciliación.
Cuando llegué al teléfono, sin embargo, me quedé dura: vi que el identificador de llamadas decía mi número de celular.
Me explicó que no podía y yo le dije que tampoco, porque me estaba preparando para ir al casamiento por civil de mi hermana.
Sin embargo, ese llanto, esa agua y esa confirmación desató en mi una certeza enorme.
Me senté al borde de la cama, envuelta en una toalla, chorreando agua del pelo y de los ojos y mojando las sábanas recién cambiadas.
Para no ver un plato y una taza en el lavaplatos, para no sentir las pantuflas frías, para no despertarnos el domingo al mediodía y ver los bordes de pizza retorcidos de la noche anterior, para no sentir envidia de esas familias que llevan los bolsos, felices, para pasar el día en el club.
Estamos juntos para no preguntar cuánto es el mínimo de helado que traen a domicilio, para no revolver todas las bandejas de milanesas en el supermercado hasta encontrar la más chica, para no tener que ir solos a todos lados y soportar la mirada ajena que nos dice que somos fracasados, olvidados, el chico que en la clase de gimnasia nadie elige para jugar al quemado.
—Ni de coger, ni de ir a un casamiento, ni de cenar el sábado a la noche, ni de meterte en mis pantuflas.
No quiero calentar un costado de la cama, una silla en un casamiento o un par de zapatos.
31 de Mayo El casamiento por civil pasó sin pena ni gloria.
Recién hoy, en la fiesta de casamiento de mi hermana, todos se van a dar cuenta de que estoy sola de nuevo.
Primero, entrando con Matías perfecto, bailando borrachos, burlándonos de la gente y chicaneando a mi madre que estaría histérica por la derrota.
Después me imaginé yendo con Ezequiel en dos variantes: una en la que no pasaba nada, y otra en la que se peleaba con Juan Pitt mientras la estúpida lloraba a moco tendido en el guardarropa.
Me imaginé una con Willy, el loquito del celular (yo me escondía porque no lo soportaba más, y él me mandaba mensajes de texto y me llamaba durante toda la noche).
Me imaginé también una con Marcelo en la que él me corría la silla, me alcanzaba el abrigo y yo le buscaba torta en la mesa de dulce con diligencia sumisa de novia almibarada.
Una fiesta tan factible, tan cercana, que casi pude saborear la isla flotante y escuchar la música brasilera desde mi cama.
Que en el fondo, mi gran miedo era que mi mamá tuviera razón justamente porque sentía que su profecía era cierta.
Que, como dije mil veces, yo era la que se tropezaba con la mesa de dulces o la que se rompía un taco bailando en la pista, pero no la que llamaba la atención de los hombres con su melena colorada y su figura esbelta.
Si quería ganar, nunca busqué ni elegí al mejor candidato para llegar a la fiesta.
Y si lo que quería era enamorarme, nunca dejé de buscar y de elegir como si estuviera comprando en una zapatería en liquidación.
La fiesta En las bodas, se supone que la novia camina hacia el altar emocionada, con la cara abollada por las lágrimas y las piernas temblorosas, apenas imperceptibles debajo de un larguísimo vestido blanco.
Lo que no se supone es que haya de por medio una apuesta, que la madre le diga gorda a la hermana de la novia, o que la familia esté más pendiente del novio de la hermana que del novio de la novia.
Ayer mi hermana entró en la iglesia emocionada y caminó temblorosa como se supónía que caminara, pero sólo hasta la mitad del pasillo.
En ese momento me vio sentada entre mi madre y mi tía, y se quedó clavada en el medio de la iglesia, como si se hubiera cruzado un fantasma.
Podría jurar que abríó la boca y no la cerró hasta que terminó la ceremonia, pero quizás esté exagerando.
Es muy difícil prestar atención cuando tu madre te pregunta dónde está tu novio durante toda la ceremonia.
Si mi novio veía a la abuela Amelía babeada y tratando de agarrar un canapé con su mano artrítica de borracha temblorosa, a vos peleándote con Silvia por el micrófono, a la tía comíéndose los langostinos con cabeza y a papá haciendo trencito, me mataba.
La fiesta arrancó con mi hermana llorando a moco tendido en el guardarropa y mi madre explicándole a la gente por qué no aparecía.
Entre desconcertada y furiosa, Irina me mandó a llamar unas cincuenta veces a través de diversos parientes, pero como estaba ocupada tomando daikiris y comiendo sushi, no fui.
Cuando por fin entró en el salón, la cara de Irina parecía una piñata de colores marmolados.
El maquillaje le dibujaba unas arrugas negras en las mejillas y le hundía los ojos como si estuviera enferma de tuberculosis.
Todos la estaban pasando mal, menos yo, que no tenía que pagarle nada a nadie ni suplicarle a otros que paguen mis cuentas.
Sin embargo, cuando quise agarrar el quincuagésimo canapé, me di cuenta de que todos me miraban a mí, y no a ella.
Al parecer, mientras mi hermana lloraba a los gritos, les contó todo sobre la apuesta a su marido, a sus amigas, a una moza, a mi tía, a mi abuela, a su madrina e incluso a la gente que no había podido ir a la fiesta pero la llamó al celular.
A su vez, toda esta gente se lo contó a todos los demás invitados que, asombrados por lo jugoso del chisme, se pusieron a opinar con particular entusiasmo sobre mi derrota.
Atento al inminente desastre, Rodrigo se acercó con una botella de champagne y me dijo si quería sentarme con él.
Hasta ese momento, las vergüenzas más grandes de mi vida habían sido confesarle a mi novio que todavía era virgen, y que se me volara una pollera que me había prendido mal antes de salir de casa, dormida, para ir a la universidad.
A las diez y media de la noche, mientras comíamos el exageradísimo salmón millonario, yo ya estaba borracha como una Cuba.
—Yo no entiendo cómo es que no conseguiste un novio en la facultad —decía mi abuela, con las comisuras goteando caspa de salmón grillado.
Por otro lado, mucha gente me manifestó su apoyo sincero, y en su afán por alentarme, me arrojó a los abismos de la depresión.
Sólo de una pelirroja que intentó un abrazo y me dijo que su mamá la había bañado con sus primos hasta los doce.
Otra mujer me dijo una frase que no sé como tomar: «Será lo que será, pero es tu madre».
Pero luego del período depresivo, cuando se acabó el vino tinto y empezó a correr el champagne, llegó una marea de enojo severo.
De repente me encontré contestándole muy mal a mi abuela, al resto de los invitados, e incluso al barman porque el trago que me había dado venía flojito de alcohol.
Vino por detrás y, animada por el vino, me empezó a cantar temas relacionados con la victoria y con la derrota, subiendo y bajando los brazos como si fuese una porrista universitaria.
¿De las veces que me humillé, que me sometí a situaciones destructivas o que salí con gente impresentable sólo para cumplir?
—Con esta figura —y dio una vuelta— se pueden usar todos los colores que quieras.
En ese momento me puse tan pero tan furiosa, que me comí ocho profiteroles seguidos, uno detrás de otro, en su cara.
Yo no sé en qué baño me metí o cuánto tiempo estuve sentada en el inodoro pensando en todo lo que había pasado en el último año.
Me acordé de esa vez que me encerré a llorar en el camping con Marcelo, de la vez que encontré a Matías con la otra chica en la fiesta y del cepillo de dientes y la afeitadora de José que todavía descansaban en mi botiquín.
Cuando salí del baño, tambaleándome, me di cuenta de que la toalla estaba tirada en el piso y me puse a buscar una nueva en un armario de chapa escondido detrás de una puerta divisoria.
Sin embargo, en el medio de toda esa ropa raída y ese calzado sudado y oloroso, hubo algo que me llamó la atención.
Brillando y destilando comodidad dominguera, encima del resto de las cosas, como si estuvieran acomodados sobre un almohadón real, descansaban un pantalón de jogging majestuoso con un viejo buzo imitación Nike.
Me imaginaba mis piernas acariciadas por la frisa roñosa de la joggineta y me estremecía de placer.
Podía ver la cara de mi madre al verme salir del baño con ese atuendo, y me moría de risa sola.
Así que no lo pensé más, me desvestí y me robé el jogging, un buzo y unas zapatillas cuarenta y dos que me hacían lucir como un payaso de circo.
De más está decir que durante el resto de la fiesta, mi madre me persiguió por todo el salón exhortándome a volver a mi atuendo inicial.
A cambio de sacarme el jogging, la obligué a pedirme perdón, le hice repetir que era una cacatúa colorinche y que mi vestido era más elegante que el suyo, pero la engañé.
Más tarde, sin embargo, hasta yo me cansé del chiste y quise volver a cambiarme.
La gente murmuraba demasiado, mi hermana fruncía el ceño, furiosa, y mi madre había dicho «cacatúa» varias veces.
Para no soportar los reproches de mi mamá, se me ocurríó ir a dormir al guardarropas arriba de todos los abrigos (en ese momento tenía lógica) mientras Rodrigo me buscaba por todos lados.
Cuando me desperté asomaba encima mío una resaca impresionante, pero ya había recuperado el habla y el equilibrio.
A las seis de la mañana, se abríó la puerta del cuarto y me cayó encima una mujer.
Mi madre, preocupada porque su amiga Silvia estaba borracha, la había tirado adentro del guardarropas tal cual como había prometido.
Silvia apenas podía articular una palabra entera, pero con todas sus fuerzas y con las vocales que pudo, sentenció: —Mir aa lu cí na que conscí hijiputan, pero tu amaman es un caso apart, qurida —dijo, mientras se prendía un cigarrillo encima de todos los abrigos y sacones de piel.
Al dueño de las zapatillas le dejé una notita en un papel higiénico avisando que le iba a devolver sus cosas en la semana.
Un domingo que me encontraba otra vez soltera, en jogging, con el estómago lleno de comida chatarra y de alcohol.
Por un momento pensé que los últimos siete meses habían sido un mal sueño.
Que ese día yo me había puesto esa ropa para bajar a comprar algo al kiosco, mientras me sacudía una pesadilla de la cabeza.
Una pesadilla que involucraba apuestas, candidatos ficticios, una dieta que nunca empecé y un poco de amor.
De que mi mamá no había sido capaz de tal cosa, o de que si lo había mencionado, mi hermana se había indignado con semejante proposición.
Entre el ruido de los autos y la música que venía del salón, alguien me chiflaba desde la esquina, muerto de risa: —¡Pero qué pinta!
Crucé la calle, un poco torpe y un poco ansiosa, y fui caminando hasta la esquina.
—Tu hermana te dejó como veinte mensajes en el celular, llorando a moco tendido —me dijo Marcelo mientras me devolvía el teléfono, que agonizaba de batería.
Su primer blog, Bestiaria, fue finalista de los Weblog Awards y ganador como mejor blog del mundo en español para los premios Best of the Blogs que otorga la Deutsche Welle.
Con el seudónimo Lucía González escribíó el blog Ciega a citas, que luego Aguilar publicó en forma de libro en Argentina, Uruguay y España.
En 2009, fue adaptado para la televisión, se transmitíó en veinticinco países, fue nominado a los premios Emmy Internacional, y ganó la Rose D’Or en Suiza.
Como escritora, Carolina Aguirre colaboró con diversos diarios y revistas, entre ellos, Joy, Orsai, Metrópolis, Gataflora, Revista In, Ciudad X y La mujer de mi vida, y fue columnista de los diarios La Nacíón y Crítica de la Argentina.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *