La Estética Medieval: De la Tradición Clásica a la Sensibilidad Espiritual

La Edad Media dedujo gran parte de sus problemas estéticos de la Antigüedad clásica, pero confirió a tales temas un significado nuevo, introduciéndolos en el sentimiento del hombre, del mundo y de la divinidad típicos de la visión cristiana. Dedujo otras categorías de la tradición bíblica y patrística, pero se preocupó de incorporarlas a los marcos filosóficos propuestos por una nueva conciencia sistemática. Por consiguiente, desarrolló en un plano de indiscutible originalidad su especulación estética.

Aun así, temas, problemas y soluciones podrían entenderse también como puro depósito verbalista, adoptado por fuerza de tradición, vacío de resonancias efectivas tanto en el ánimo de los autores como en el de los lectores. Se ha observado que, en el fondo, al hablar de problemas estéticos y al proponer cánones de producción artística, la Antigüedad clásica tenía los ojos en la naturaleza, mientras que, al tratar los mismos temas, los medievales los tenían en la Antigüedad clásica: buena parte de la cultura medieval en su totalidad consiste más en un comentario de la tradición cultural que en una reflexión sobre la realidad.

La Actitud Crítica y la Sensibilidad hacia lo Sensible

Este aspecto no agota la actitud crítica del hombre medieval: junto al culto de los conceptos transmitidos como depósito de verdad y sabiduría, junto a un modo de ver la naturaleza como reflejo de la trascendencia, obstáculo y rémora, está viva en la sensibilidad de la época una fresca solicitud hacia la realidad sensible en todos sus aspectos, incluido el de su disfrutabilidad en términos estéticos.

Una vez reconocida esta activa capacidad de reacción espontánea ante la belleza de la naturaleza y de las obras de arte (provocada quizá por estímulos doctrinales, pero que va más allá del hecho áridamente libresco), tenemos la garantía de que, cuando el filósofo medieval habla de belleza, no se refiere solo a un concepto abstracto, sino que se remite a experiencias concretas.

Está claro que en la Edad Media existe una concepción de la belleza puramente inteligible, de la armonía moral, del esplendor metafísico, y que nosotros podemos entender esta forma de sentir solo a condición de penetrar con mucho amor en la mentalidad y sensibilidad de la época. A tal propósito Curtius (1948, 12.3) afirma que:

Cuando la escolástica habla de belleza, se refiere a un atributo de Dios. La metafísica de la belleza (por ejemplo de Plotino) nada tiene que ver con la teoría del arte. El hombre «moderno» tiende a sobrestimar las artes plásticas porque ha perdido el sentido de la belleza inteligible que tenían el neoplatonismo y la Edad Media. Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi, dice S. Agustín a Dios (Confesiones X, XXVII, 38), refiriéndose a un tipo de belleza extraño a la estética.

Tales afirmaciones no deben limitar en absoluto nuestro interés hacia esas especulaciones. En efecto, y ante todo:

  1. También la experiencia de la belleza inteligible constituía una realidad moral y psicológica para el hombre de la Edad Media. Y la cultura de la época no quedaría suficientemente iluminada si se pasara por alto este factor.
  2. Ampliando el interés estético al campo de la belleza no sensible, los medievales elaboraban, al mismo tiempo, mediante analogía, por paralelos explícitos o implícitos, una serie de opiniones sobre la belleza sensible, la belleza de las cosas de naturaleza y del arte.

El campo de interés estético de los medievales era más dilatado que el nuestro, y su atención hacia la belleza de las cosas a menudo estaba estimulada por la conciencia de la belleza como dato metafísico; pero existía también el gusto del hombre común, del artista y del amante de las cosas de arte, vigorosamente inclinado hacia los aspectos sensibles. Este gusto, documentado por muchos medios, los sistemas doctrinales intentaban justificarlo y dirigirlo de modo que la atención hacia lo sensible no se impusiera jamás sobre lo espiritual. Algunos admite que es más fácil amar:

  • los objetos de bello aspecto,
  • los dulces sabores,
  • los sonidos suaves, etcétera,

…que no amar a Dios (véase De rhetorica, en Halm 1863, p. 550). Pero si gozamos de estas cosas con la finalidad de amar a Dios, entonces podremos secundar también la inclinación al amor ornamenti, a las iglesias suntuosas, al canto bello y a la bella música.

Pensar en la Edad Media como en la época de la negación moralista de la belleza sensible indica, además de un conocimiento superficial de los textos, una incomprensión fundamental de la mentalidad medieval. Un ejemplo iluminante lo tenemos precisamente en la actitud manifestada ante la belleza por los místicos y por los rigoristas. Los moralistas y los ascetas, en cualquier latitud, no son, desde luego, individuos que no adviertan el atractivo de los gozos terrenales: es más, sienten tales estímulos con mayor intensidad que los demás y precisamente sobre este contraste entre la solicitación hacia lo terrestre y la tensión hacia lo sobrenatural se funda el drama de la disciplina ascética. Cuando tal disciplina haya alcanzado su objetivo, el místico y el asceta habrán encontrado, en la paz de los sentidos sometidos a control, la posibilidad de mirar serenamente las cosas del mundo: y las pueden estimar con una indulgencia que la fiebre ascética les inhibía. Ahora bien, rigorismo y mística medieval nos ofrecen numerosos ejemplos de estas dos actitudes psicológicas, y con ellos una serie de documentos interesantísimos sobre la sensibilidad estética corriente.

2.2. Los Místicos

Es bien conocida la polémica de cistercienses y cartujos, sobre todo en el siglo XII, contra el lujo y el empleo de medios figurativos en la decoración de las iglesias: seda, oro, plata, vitrales, esculturas, pinturas, tapices se prohíben rigurosamente en el estatuto cisterciense (Guigo, Annales, PL 153, cols. 655 ss.). San Bernardo, Alejandro Neckam, Hugo de Fouilloi arremeten con vehemencia contra estas superfluitates que distraen a los fieles de la piedad y de la concentración en la oración. Pero en todas estas condenas, la belleza y el encanto de los ornamentos no se niegan nunca: es más, se combaten precisamente porque se reconoce su atractivo invencible, no conciliable con las exigencias del lugar sagrado.

Hugo de Fouilloi habla de mira sed perversa delectatio, de un placer maravilloso y perverso. Lo de perverso, como en todos los rigoristas, está dictado por razones morales y sociales: es decir, se preguntan si es menester decorar suntuosamente una iglesia cuando los hijos de Dios viven en la indigencia. Por el contrario, mira manifiesta un asentimiento tajante a las cualidades estéticas del ornamento.

La Renuncia a la Belleza Sensible

Bernardo nos confirma esta disposición de ánimo, extendida a las bellezas del mundo en general, cuando explica a qué han renunciado los monjes al abandonar el mundo:

Nos vero qui iam de populo exivimus, qui mundi quaeque pretiosa ac speciosa pro Christo relinquimus, qui omnia pulchre lucentia, canore mulcentia, suave olentia, dulce sapientia, tactu placentia, cuncta denique obiectamenta corporea arbitrati sumus ut stercora…

Pero nosotros, los que ya hemos salido del pueblo, los que hemos dejado por Cristo las riquezas y los tesoros del mundo con tal de ganar a Cristo, lo tenemos todo por basura. Todo lo que atrae por su belleza, lo que agrada por su sonoridad, lo que embriaga con perfume, lo que halaga por su sabor, lo que deleita por su tacto. En fin, todo lo que satisface a la complacencia corporal…

(Apología ad Guillelmum abbatem, PL 182, cols. 914-915; trad. cast. p. 289)

No hay nadie que no advierta, aunque sea en la ira de la repulsa y en el insulto final, un sentimiento vivo de las cosas rechazadas, y un matiz de añoranza. Pero hay otra página de la misma Apología ad Guillelmum que constituye un documento más explícito de sensibilidad estética. Arremetiendo contra los templos demasiado vastos y demasiado ricos de esculturas, san Bernardo nos da una imagen de la iglesia estilo Cluny y de la escultura románica que constituye un modelo de crítica descriptiva; y al representar lo que reprueba, nos demuestra lo paradójico del desdén de este hombre que, aun así, conseguía analizar con tanta finura lo que no quería ver. En primer lugar sostiene la polémica contra la amplitud inmoderada de los edificios:

Omitto oratoriorum immensas altitudines, immoderatas longidutidines, supervacuas latitudines, sumptuosas depolitiones, curiosas depictiones, quae dum in se orantium retorquent aspectum, impediunt et affectum, et mihi quodammodo repraesentant antiquum ritum Iudaeorum.

No me refiero a las moles inmensas de los oratorios, a su desmesurada largura e innecesaria anchura, ni a la suntuosidad de sus pulimentadas ornamentaciones y de sus originales pinturas, que atraen la atención de los que allí van a orar, pero quitan hasta la devoción. A mí me hacen evocar el antiguo ritual judaico.

(PL 182, col. 914; trad. cast. p. 289)

¿Acaso no han sido dispuestas tantas riquezas para atraer aún más riquezas y favorecer la afluencia de donativos a las iglesias?

Auro tectis reliquiis signantur oculi, et loculi aperiuntur. Ostenditur pulcherrima forma Sancti vel Sanctae alicuius, et eo creditur sanctior, quo coloratior.

Quedan cubiertas de oro las reliquias y deslúmbranse los ojos, pero se abren los bolsillos. Se exhiben preciosas imágenes de un santo o de una santa, y creen los fieles que es más poderoso cuanto más sobrecargado está de policromía.

(PL 182, col. 915; trad. cast. p. 291)

El hecho estético no se pone en discusión, lo que se discute, más bien, es su uso para finalidades extracultuales, para intenciones inconfesadas de lucro.

Currunt homines ad osculandum, invitantur ad donandum, et magis mirantur pulchra, quam venerantur sacra.

Se agolpan los hombres para besarlo, les invitan a depositar su ofrenda, se quedan pasmados por el arte, pero salen sin admirar su santidad.

(ibidem)

El ornamento distrae de la oración. Y, por lo tanto, ¿para qué sirven todas esas esculturas que se observan en los capiteles?

Ceterum in claustris, coram legentibus fratribus, quid facit illa ridiculosa monstruositas, mira quaedam deformis formositas ac formoso deformitas? Quid ibi immundae simiae? Quid feri leones? Quid monstruosi centauri? Quid semihomines? Quid maculosae tigrides? Quid milites pugnantes? Quid venatores tubicinantes? Videas sub uno copite multa corpora, et rursus in uno corpore capita multa. Cernitur hinc in quadrupedis cauda serpentis, illinc in pisce caput quadrupedis. Ibi bestia praefert equum, capram trahens retro dimidiam; hic cornutum animal equum gestat posterius: Tam multa denique, tamque mira diversarum formarum apparet ubique varietas, ut magis legere libeat in marmoribus, quam in codicibus, totumque diem occupare singula ista mirando, quam in lege Dei meditando. Proh Deo! Si non pudet ineptiarum, cur vel non piget expensarum?

Pero en los capiteles de los claustros, donde los hermanos hacen su lectura, ¿qué razón de ser tienen tantos monstruos ridículos, tanta belleza deforme y tanta deformidad artística? Esos monos inmundos, esos fieros leones, esos horribles centauros, esas representaciones y carátulas con cuerpos de animal y caras de hombres, esos tigres con pintas, esos soldados combatiendo, esos cazadores con bocinas… Podrás también encontrar muchos cuerpos humanos colgados de una sola cabeza, y un solo tronco para varias cabezas. Aquí un cuadrúpedo con cola de serpiente, allí un pez con cabeza de cuadrúpedo, o una bestia con delanteros de caballo y sus cuartos traseros de cabra montañesa. O aquel otro bicho con cuernos en la cabeza y forma de caballo en la otra mitad de su cuerpo. Por todas partes aparece tan grande y prodigiosa variedad de los más diversos caprichos, que a los monjes más les agrada leer en los mármoles que en los códices, y pasarse todo el día admirando tanto detalle sin meditar en la ley de Dios. ¡Ay Dios mío! Ya que nos hacemos insensibles a tanta necedad ¿cómo no nos duele tanto derroche?

(PL 182, cols. 915-916; trad. cast. p. 293)

En esta página, como en la otra citada previamente, nos es dado reencontrar un alto ejercicio de buen estilo según los dictámenes del tiempo, con todo el color rhetoricus ya recomendado por Sidonio Apolinar, la riqueza de las determinaciones y de las hábiles contraposiciones. Y también ésta es una actitud típica de los místicos, véase por ejemplo, san Pedro Damián, que condena con la oratoria perfecta del rétor consumado la poesía o las demás artes plásticas. Lo cual no debe asombrar, puesto que casi todos los pensadores medievales, místicos o no, han tenido, por lo menos en su juventud, su época poética, desde Abelardo hasta san Bernardo, desde los Victorinos hasta santo Tomás y san Buenaventura, produciendo a veces simples ejercicios de escuela, a menudo ejemplos entre los más altos en el marco de la poesía latina medieval, como sucede con el Oficio del Sacramento de santo Tomás.

El Drama Ascético y la Belleza Interior

Volviendo a los rigoristas (puesto que es este ejemplo límite el que nos parece más demostrativo), éstos aparentan polemizar precisamente con algo cuya fascinación advierten en su totalidad, ya sea positiva ya sea religiosa. Para este sentimiento encuentran un precedente mucho más apasionado y sincero en el drama de Agustín, quien nos habla del contraste del hombre de fe que se siente seducido durante la oración por la belleza de la música sagrada (Conf. X, 33). Más sosegado, en cambio, santo Tomás se duele sobre la misma preocupación cuando desaconseja el uso litúrgico de la música instrumental. Los instrumentos hay que evitarlos precisamente porque provocan un deleite tan agudo que desvían el ánimo del fiel de la primitiva intención de la música sagrada que es realizada por el canto. El canto mueve los ánimos a la devoción, mientras que musica instrumentalis magis animum movet ad delectationem quam per ea formetur interius bona dispositio (los instrumentos musicales mueven el ánimo más al deleite que a la buena disposición interior). La repulsa se inspira en el reconocimiento de una realidad estética perjudicial en ese ámbito pero válida por sí.

Obviamente la Edad Media mística, al desconfiar de la belleza exterior, se refugiaba en la contemplación de las Escrituras o en el goce de los ritmos interiores de un alma en estado de gracia. A propósito de esto, se ha hablado de una estética socrática de los cartujos, fundada sobre la contemplación de la belleza del alma:

O vere pulcherrima anima qua, etsi infirmum inhabitantem corpusculum, pulchritudo caelestis admittere non despexit, angelica sublimitas non reiecit, claritas divina non repulit!

¡Qué alma tan hermosa la suya, que moró dentro de un cuerpo débil, y a la cual no vaciló en acogerle la hermosura celestial, ni la rechazó la sublimidad angélica, ni la repudió la claridad divina!

(San Bernardo, Sermones super Cantica Canticorum, PL 183, col. 901; también Opera l, p. 166; trad. cast. p. 359)

La Fugacidad de la Belleza Terrenal

Los cuerpos de los mártires, horripilantes a la vista después de los horrores del suplicio, resplandecen de una vívida belleza interior. En efecto, la contraposición entre belleza exterior y belleza interior es un tema recurrente en toda la época. Pero también aquí la fugacidad de la belleza terrenal se advierte siempre con un sentimiento de melancolía, cuya expresión más conmovida puede encontrarse quizá en Boecio, que en los umbrales de la muerte, en la Consolatio Philosophiae (III, 8) deplora lo efímero del esplendor de los rasgos exteriores, más veloz y fugaz que las flores primaverales: Formae vera nitor ut rapidus est, ut velox et vernalium florum mobilitate fugacior! Variación estética del tema moralista del ubi sunt, corriente en toda la Edad Media (¿dónde ¡os grandes de un tiempo, las magníficas ciudades, las riquezas de los orgullosos, las obras de los poderosos?). Detrás de la escena macabra que celebra el triunfo de la Muerte, la Edad Media manifiesta en diversas ocasiones, el sentimiento otoñal de la belleza que muere, y por mucho que una fe firme permita mirar con serena esperanza la danza de la hermana muerte, queda siempre ese velo de melancolía que se trasluce ejemplarmente, más allá de la retórica, en la villoniana Ballade des dames du temps jadis: «Mais où sont les neiges d’antan?».

Ante la perecedera belleza, la única garantía está en la belleza interior, que no muere; y al recurrir a esta belleza, la Edad Media efectúa, en el fondo, una especie de recuperación del valor estético ante la muerte. Si los hombres poseyeran los ojos de Linceo, dice Boecio, se darían cuenta de lo ruin que es el ánimo del bellísimo Alcibíades que tan digno de admiración les parece por su apostura. A esta manifestación de desconfianza (por la cual se refugiaba Boecio en la belleza de las relaciones matemático-musicales) le hace eco una serie de textos sobre la belleza de la recta anima in recto corpore, del alma honesta que se difunde y manifiesta por toda la figura exterior del cristiano ideal:

La Manifestación de la Gracia Interior

Gilberto de Hoiland afirma:

Et revera etiam corporales genas alicujus ita grata videas venustate refeotas, ut ipsa exterior facies intuentium animas reficere possit, et de interiori quam innuit cibare gratia.

Y ves que las mejillas de una persona están tan llenas de graciosa hermosura que el aspecto exterior puede levantar los ánimos de los que las miran y puede alimentarlos de la gracia interior de la que es signo.

(Sermones in Canticum Salomonis 25, PL 184, col. 125)

Y san Bernardo afirma:

Cum autem decoris huius claritas abundantius intima cordis repleverit, prodeat foras necesse est, tamquam lucerna latens sub medio, immo lux in tenebris lucens, latere nescia. Porro effulgentem et veluti quibusdam suis radiis erumpentem mentis simulacrum corpus excipit, et diffundit per membra et sensus, quatenus omnis inde relucentia, sermo, aspectus, incessus, risus, si tamen risus, mixtus gravitate et plenus honesti.

Cuando la luz de esta hermosura haya inundado copiosamente lo más íntimo del corazón, deberá dejarse ver exteriormente como lámpara que ardía bajo el celemín; es más, como luz que brilla en las tinieblas, incapaz de ocultarse. Efectivamente, el cuerpo se atrae esta imagen del espíritu que irrumpe con sus rayos y la difunde por sus miembros y sentidos, de modo que toda obra, palabra, mirada, pasos y risas, se impregnen en lo posible de gravedad y se llenen de honradez.

(Sermones super Cantica Canticorum, PL 183, col. 1.193; también Opera II, p. 314; trad. cast. pp. 1.055-1.057)

Así pues, justo en el apogeo de una polémica rigorista aparece también el sentido de la belleza del hombre y de la naturaleza. Con mayor razón, en una mística que haya superado el momento del ascetismo disciplinar para resolverse en mística de la inteligencia y del amor sosegado, en la mística de los Victorinos, la belleza natural se presenta por fin reconquistada en toda su positividad. Para Hugo de San Víctor, la contemplación intuitiva es una característica de la inteligencia que no se ejerce solo en el momento específicamente místico, sino que se puede dirigir también al mundo sensible; la contemplación es perspicax et liber animi contuitus in res perspiciendas (una mirada libre y aguda del ánimo, dirigida al objeto que percibir), resuelta en una adhesión a lo admirado llena de delicia y exultación. En efecto, el deleite estético proviene de que el ánimo reconoce en la materia la armonía de su propia estructura; y si esto sucede en el plano de la affectio imaginaria, en el estado más libre de la contemplación, la inteligencia puede dirigirse verdaderamente al espectáculo maravilloso del mundo y de las formas:

Aspice mundum et omnia quae in eo sunt; multa ibi specie pulchras et illecebrosas invenies… Habet aurum, habent lapides pretiosi fulgorem suum, habet decor carnis speciem, pictae et vestes fucatae colorem.

Mira el mundo y todo lo que en él se halla: hay muchas cosas hermosas y agradables… El oro y las piedras preciosas con sus destellos, la belleza de la carne en todas sus formas, los tapices y las esplendorosas vestimentas con sus colores…

(Soliloquium de arrha animae, PL 176, cols. 951-952)

2.3. El Coleccionismo y el Gusto Inmediato

Fuera pues de las discusiones específicas sobre la naturaleza de lo bello, la Edad Media está llena de interjecciones admirativas que garantizan la adhesión de la sensibilidad al discurso doctrinal. El buscarlas en los textos de los místicos en vez de en otros lugares nos parece constituir una especie de prueba del nueve. Por ejemplo, un tema como el de la belleza femenina constituye para la Edad Media un repertorio bastante usado. Cuando Mateo de Vendome en su Ars versificatoria nos da las reglas para componer una bella descripción de una bella mujer, el hecho nos impresiona poquísimo; una mitad consiste en un juego retórico y erudito, de imitación clásica, y con respecto a la otra mitad, es lógico que entre los poetas esté difundido un sentimiento de la naturaleza más libre, como toda la poesía latina medieval testimonia. Pero cuando los escritores eclesiásticos comentan el Cantar de los Cantares y discuten sobre la belleza de la esposa, a pesar de que el discurso apunte a discernir los significados alegóricos del texto bíblico y las correspondencias sobrenaturales de todos los aspectos físicos de la mujer nigra sed formosa, cada vez que el comentador describe con finalidad didáctica el propio ideal de belleza femenina revela un sentimiento espontáneo, inmediato, casto pero terrenal, de este valor. Y pensemos en la alabanza que Balduino de Canterbury hace de los cabellos femeninos recogidos en trenza, donde la referencia alegórica no excluye un gusto seguro por la moda corriente, una descripción exacta y convincente de la belleza de tal peinado; y la explícita admisión de la finalidad exclusivamente estética de esa forma (Tractatus de beatitudinibus evangelicis, PL 204, col. 481). O aun, en el singular texto de Gilberto de Hoiland que, con una serenidad que solo a nosotros los modernos puede parecernos infundada, define cuáles deben ser las justas proporciones de los senos femeninos para resultar agradables. El ideal físico que aflora resulta cercanísimo a las mujeres de las miniaturas medievales, con su estrecho corpiño que tiende a comprimir y elevar el seno:

Pulchra sunt enim ubera, quae paulum supereminent et tument modice… quasi repressa, sed non depressa; leniter restrictas non fluitantia licenter.

Bellos son, en efecto, los senos, que se elevan poco y son moderadamente túrgidos… retenidos, no comprimidos; dulcemente sujetos, no libremente fluctuantes.

(Sermones in Canticum 31, PL 184, col. 163)

2.4. Utilidad y Belleza en el Arte

Si luego se abandona el territorio de los místicos y se entra en el campo del resto de la cultura medieval, tanto laica como eclesiástica, entonces la sensibilidad hacia la belleza natural y artística es un hecho confirmado.

Se ha observado que la Edad Media no supo fundir nunca la categoría metafísica de belleza con la puramente técnica de arte, de modo que ambas constituyeron dos mundos distintos y desprovistos de cualquier relación. En los párrafos que siguen examinaremos también esta cuestión, proponiendo una solución menos pesimista, pero desde ahora no podemos dejar de subrayar un aspecto de la sensibilidad común y del lenguaje cotidiano, que asociaba pacíficamente términos como pulcher u ornatus a obras del ars. Textos como los recogidos por Mortet (1911-1929), crónicas de las construcciones de catedrales, epistolarios sobre cuestiones de arte, encargos a artistas, mezclan continuamente las categorías de la estética metafísica con la apreciación de las cosas de arte.

Aún más, nos hemos preguntado si los medievales, dispuestos a usar el arte para fines didascálicos y utilitarios, advertían la posibilidad de una contemplación desinteresada de una obra; problema éste que conlleva el otro, el de la naturaleza y los límites del gusto crítico medieval; e implica la pregunta sobre la posible noción medieval de una autonomía de la belleza artística. Para responder a tales cuestiones existirían numerosos textos, pero algunos ejemplos nos parecen singularmente representativos y significativos.

Observa Huizinga (1919; trad. cast. II, p. 190) que «la conciencia refleja del goce estético y la expresión verbal de éste han tenido un desarrollo muy tardío. El admirador del arte en el siglo XV solo dispone de los medios de expresión que podemos esperar hoy de un hombre del pueblo asombrado». Esta observación es exacta en parte, pero hay que poner atención para no confundir una cierta imprecisión categorial con una ausencia de gusto.

Huizinga demuestra cómo los medievales convertían inmediatamente el sentimiento de lo bello en un comunión con lo divino o con pura y simple alegría de vivir. Desde luego, los medievales no tenían una religión de la belleza separada de la religión de la vida (como nos han mostrado, en cambio, los románticos) o de la religión tout court (como nos han mostrado los decadentistas). Como veremos en el capítulo siguiente, si lo bello era un valor debía coincidir con lo bueno, con lo verdadero y con todos los demás atributos del ser y de la divinidad: la Edad Media no podía, no sabía pensar en una belleza «maldita», o como para el siglo XVII, en la belleza de Satanás. No llegaría a ello ni siquiera Dante, aun entendiendo la belleza de una pasión que conduce al pecado.

El Abad Suger y el Tesoro de Saint Denis

Para comprender mejor el gusto medieval tenemos que inclinarnos a un prototipo del hombre de gusto y del amante de las artes del siglo XII, Suger, abad de Saint Denis, animador de las mayores empresas figurativas y arquitectónicas de la Île de France, hombre político y humanista exquisito (cf. Panofsky 1946; Taylor 1954; Assunto 1961). Suger, como figura psicológica y moral está en el lado opuesto de un rigorista como san Bernardo: para el abad de Saint Denis, la casa de Dios debe ser un receptáculo de belleza. Su modelo es Salomón mismo, que construyó el Templo, el sentimiento que lo guía es la dilectio decoris domus Dei, el amor por la belleza de la casa de Dios.

El tesoro de Saint Denis es rico en objetos de arte y orfebrería que Suger describe con minuciosidad y complacencia «por miedo de que el Olvido, celoso rival de la verdad, se insinúe y borre el ejemplo para una acción sucesiva».

Suger nos habla con pasión, por ejemplo, «de un gran cáliz de 140 onzas de oro, adornado con piedras preciosas, es decir, jacintos y topacios, de un vaso de pórfido, que la mano del escultor había convertido en objeto admirable tras haber permanecido inutilizado en un arca durante muchos años; transformándolo deánfora en la forma de un águila». Y al enumerar estas riquezas no puede contener arrebatos de entusiasta admiración y de satisfacción por haber adornado el templo con objetos tan admirables:

Haec igitur tam nova quam antiqua ornamentorum discrimina ex ipsa matris ecclesiae affectione crebro considerantes, dum illam admirabilem Sancti Eligii cum minoribus crucem, dum incomparabile ornamentum, quod vulgo «Cristo» vocatur, aureae arae superponi contueremur, corde tenus suspirando: Omnis, inquam, lapis preciosus operimentum tuum, sardius, topazius, jaspis, chrysolitus, onyx et berillus, sapphirus, carbunculus et smaragdus.

A menudo contemplamos, más allá del simple afecto por nuestra madre iglesia, estos distintos ornamentos a la vez viejos y nuevos; y cuando miramos la maravillosa cruz de san Eloy -junto con las más pequeñas- y esos incomparables ornamentos… colocados sobre el altar dorado, entonces yo digo, suspirando desde el fondo de mi corazón: «Cada piedra preciosa fue tu ropaje, el topacio, la sardónice, el jaspe, el crisólito, el ónice y el berilo, el zafiro, el rubí y la esmeralda».

(De rebus in administratione sua gestis, PL 186; ed. Panofsky 23, 17 ss., p. 62)

Ante páginas semejantes, sin duda hay que convenir con Huizinga: Suger aprecia ante todo los materiales preciosos, las gemas, los oros; el sentimiento dominante es el de lo asombroso, no el de lo bello entendido como cualidad orgánica. En este sentido, Suger entronca con los otros coleccionistas de la Edad Media que llenaban indiferentemente sus tesoros de verdaderas obras de arte y de las curiosidades más absurdas, como resulta de inventarios como el tesoro del duque de Berry, que contenía cuernos de monoceronte, el anillo de prometido de san José, cocos, dientes de ballena, conchas de los Siete Mares (Guiffrey 1894-1896; Riche 1972). Y ante colecciones de tres mil objetos, entre los cuales setecientos cuadros, un elefante embalsamado, una hidra, un basilisco, un huevo que un abad había encontrado dentro de otro huevo, y un poco de maná caído durante una carestía, hay que dudar verdaderamente de la pureza del gusto medieval y de su sentido de las distinciones entre bello y curioso, arte y teratología. Con todo, incluso hasta en las listas ingenuas en las que Suger se complace casi de los términos que usa para enumerar materiales preciosos, nos damos cuenta de cómo la sensibilidad medieval, a un gusto ingenuo por lo inmediatamente placentero (y también ésta es una actitud estética elemental), unía, en el fondo, la conciencia crítica del valor del material en el contexto de la obra de arte, por lo que la elección de la materia por componer es ya un primer y fundamental acto constitutivo. Un gusto por la materia plasmada, no solo por la relación plasmante, que indica una cierta seguridad y sanidad de reacciones.

En cuanto al hecho de que al contemplar la obra de arte el medieval se deje arrastrar placenteramente por la fantasía sin detenerse sobre la unidad del conjunto y traduzca el gozo de vivir o el gozo místico, esto queda documentado una vez más en Suger, que nos dice palabras de efectivo arrobamiento a propósito de la contemplación de las bellezas de su iglesia:

Unde, cum ex dilectione decoris domus Dei aliquando multicolor, gemmarum speciositas ab extrinsecis meis curis devocaret, sanctarum etiam diversitatem virtutum, de materialibus ad immaterialia transferendo, honesta meditatio insistere persuaderet… videor videre me quasi sub aliqua extranea orbis terrarum plaga, quae nec tota sit in terrarum iace nec tota in coeli puritate, demorari, ab hac etiam inferiori ad illam superiorem anagogico more Deo donante posse transferri.

Por lo tanto, cuando por el amor que siento hacia la belleza de la morada de Dios, la calidoscópica hermosura de las gemas me distrae de las preocupaciones terrenas y, transfiriendo también la diversidad de las santas virtudes a las cosas materiales y a las inmateriales, la honesta meditación me convence de que me conceda una pausa… Me parece verme a mí mismo en una región desconocida del mundo, que no está ni completamente en el fango terrestre, ni totalmente en la pureza del cielo, y me parece poder mudarme, con la ayuda de Dios, de ésta inferior a la superior de forma anagógica.

(De rebus, ed. Panofsky 23, 27 ss., p. 62)

Las indicaciones de este texto son múltiples: por una parte, advertimos un acto de verdadera contemplación estética provocada por la presencia sensible del material artístico; por la otra, esta contemplación tiene caracteres propios que no son ni los de la pura y simple aprehensión de las cosas sensibles («fango terrestre») ni los de la contemplación intelectual de las cosas celestiales. Sin embargo, el paso del gozo estético al gozo de tipo místico es casi inmediato. La degustación estética del hombre medieval no consiste, pues, en un fijarse en la autonomía del producto artístico o de la realidad de la naturaleza, sino en un captar todas las relaciones sobrenaturales entre el objeto y el cosmos, en advertir en la cosa concreta un reflejo ontológico de la virtud participante de Dios.

2.5. Utilidad y Belleza: Pulchrum y Aptum

Es difícil comprender esta distinción entre belleza y utilidad, belleza y bondad, pulchrum y aptum, decorum y honestum, de las que están llenas las discusiones escolásticas y las disquisiciones de técnica poética. Los teóricos se esfuerzan a menudo en distinguir estas categorías, y un primer ejemplo lo tenemos en una página de Isidoro de Sevilla (Sententiarum libri tres I, 8, PL 83, col. 551) para el cual lo pulchrum es lo que es bello de por sí y lo aptum es lo que es bello en función de algo (doctrina, por otra parte, transmitida desde la Antigüedad y pasada de Cicerón a Agustín y de Agustín a toda la Escolástica). Pero la actitud práctica ante el arte manifiesta más una mezcla que una distinción de aspectos. Esos mismos autores eclesiásticos que celebran la belleza del arte sagrado insisten luego en su finalidad didascálica; la finalidad de Suger es la que ya estableciera el sínodo de Arras en 1025: lo que los simples no pueden captar a través de la escritura debe ser enseñado a través de las figuras; el fin de la pintura, dice Honorio de Autun, como buen enciclopedista que reflexiona sobre la sensibilidad de su tiempo, es triple: sirve, ante todo, para embellecer la casa de Dios (ut domus tali decore ornetur), para llamar a la memoria la vida de los santos y, por último, para la delectación de los incultos dado que la pintura es literatura para los laicos: pictura est laicorum litteratura. Y en cuanto a la litteratura, el dictamen corriente es el de «ser útil y deleitar» de la inteligencia del concepto y belleza de la expresión. Es obvio que tales concepciones no representan un empobrecimiento del arte; la verdad es que para el medieval es dificilísimo ver los dos valores separados, no por defecto de espíritu crítico, sino porque notamos una oposición entre valores más de la estética escolástica que de la realidad: la discusión sobre la trascendentalidad de lo bello con otros valores. La discusión sobre la trascendentalidad de lo bello constituyó el máximo intento de legitimar la sensibilidad de un modo tal que el discurso estético podía realizarse.

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