La Gaviota y el Pingüino: Un Cuento de Sueños Intercambiados y Magia

La Gaviota y el Pingüino

Por: Mercè Jou Armengol

Había una vez una blanca gaviota llamada Carlota. Carlota, a pesar de ser feliz surcando los cielos, se sentía muy sola, pues no tenía familia. Enseguida se hizo amiga del jovencito pingüino, que se llamaba Rufino. Rufino era el más pequeño de la familia.

Ambos charlaron durante horas, conociéndose el uno al otro, hasta que el pingüino dijo a la gaviota:

—¡Cómo me gustaría poder volar como tú!

La gaviota le contestó:

—Sí, yo puedo volar y es muy divertido, pero envidio que tú tengas esta gran familia que yo no tengo.

—¿En serio? —gritó Rufino, dando pequeños saltitos.

Carlota puso su ala encima del hombro de Rufino y le dijo:

—Espérame aquí, regresaré pronto. En unos días estaré de vuelta.

La gaviota Carlota emprendió el vuelo y se alejó volando, mientras Rufino la miraba embelesado.

Al cabo de unas semanas, Rufino vio cómo Carlota se acercaba por el aire, moviendo sus majestuosas alas y planeando en el cielo. «¡Qué maravilla!», pensó.

Carlota aterrizó a su lado, algo cansada, y le dijo a Rufino:

—Vas a poder volar.

Rufino abrió sus ojos como platos.

—¿Lo dices de verdad?

Carlota señaló un montículo de hielo, y Rufino lo miró, nervioso y excitado.

—¡Ohhh! —exclamó Rufino.

La gaviota Carlota había volado hasta la morada de su amigo el mago y, contándole el deseo de Rufino, le había pedido que lo ayudara.

El mago, con toda solemnidad, dijo:

—Rufino, yo puedo hacer que vueles, pero para ello necesito algo a cambio.

—¿El uno por el otro? —preguntó Carlota.

—Sí —respondió el mago—. Tú, Carlota, te quedarás a vivir con esta gran familia, cumpliendo tu sueño de tener padres y hermanos, pero a cambio no podrás volver a volar; y tú, Rufino, volarás lejos, surcando los cielos, disfrutando de lo que siempre soñaste: poder volar.

Carlota, que deseaba enormemente tener familia, asintió con la cabeza. —Yo también estoy de acuerdo. ¡IMANHO!

Una poderosa luz azulada con hilos blancos serpenteantes envolvió a los dos amigos.

Al cabo de unos instantes, la luz desapareció, y Carlota y Rufino se miraron el uno al otro. Rufino había desarrollado unas largas plumas en sus antes minúsculas alas y, asombrado, comenzó a moverlas.

—¡Estoy volando! —gritó Rufino, mientras Carlota lo miraba emocionada.

Rufino se elevó un poco más y más. Sentía el aire en su cara mientras revoloteaba en círculos; podía ver más allá de su casa: las montañas nevadas, las grandes llanuras blancas, el mar sembrado de pequeños bloques de hielo blanco. Sin poder dejar de mover sus alas, llevado por una fuerza desconocida, Rufino se elevó y elevó en el cielo y, de repente, dijo gritando para que lo oyeran:

—Querido mago, ¿acaso no voy a poder despedirme de mi familia?

—No —respondió el mago, mirando al cielo hacia donde revoloteaba Rufino—. Ya no. Debes volar lejos o el hechizo se romperá.

Rufino, algo apenado por su familia pero emocionadísimo por poder finalmente surcar los cielos como siempre había soñado, siguió volando y volando hasta perderse en el horizonte.

Carlota se dirigió tímidamente hacia la gran familia que habitaba ese lugar, la cual estaba ya reuniéndose para pasar la noche.

El verano pronto llegó, y tanto Rufino como Carlota vivían su nueva vida bajo los rayos del sol.

Rufino volaba y volaba, recorriendo mundo.

Muy lejos al este, en Islandia, el joven mago dormía ya en la cama de su humilde cabaña cuando, de repente, abrió los ojos y, mirando hacia la ventana iluminada por la luz de las estrellas, se sentó en la cama.

El mago, que no solo era un gran mago, sino que además era muy, muy sabio, sabiendo enseguida lo que ocurría, se dispuso a partir. Dio tres pasos hasta colocarse sobre una piel de oso que vestía el suelo de madera de su cabaña y, con los pies descalzos sobre la mullida alfombra, cerró los ojos y pronunció en un lenguaje extraño tres palabras:

—Ruimcala… amstala… ¡IMANHO!

Una explosión de humo color ceniza alrededor del mago lo hizo desaparecer.

No habían pasado ni tres segundos cuando, envuelto en una neblina amarilla, apareció el joven mago frente al desolado pingüino Rufino.

Rufino se sobresaltó al ver la neblina amarilla, pero ya era algo familiar para él, así que no se sorprendió al ver aparecer al mago. ¡El mago!

Rufino agachó la cabeza y dijo:

—Sí, amigo mago, me hiciste muy feliz pudiendo volar y viajar, pero me he dado cuenta de que echo muchísimo de menos a mi familia.

—¿Quieres regresar con tu familia? —le preguntó el mago a Rufino.

Rufino respondió: —Nada me haría más feliz.

El mago le dijo a Rufino:

—Cierra los ojos.

Rufino cerró los ojos y el mago, cogiendo con su mano su negra capa, levantó el brazo y envolvió con la tela a Rufino, el cual, por unos instantes, sintió un ligero mareo y un cosquilleo por todo su cuerpo antes de quedar profundamente dormido.

Su amigo el mago había aparecido frente a ella.

—Estoy aquí, amiga Carlota. He sabido de tu aflicción.

Carlota, poniéndose en pie, desperezándose y ahuecando sus plumas, dijo:

—Sí, soy feliz con mi nueva familia, pero echo muchísimo de menos poder volar y viajar por el mundo.

—¿Quieres volver a volar? —preguntó el mago.

Carlota respondió: —Nada me haría más feliz.

—Cierra los ojos —dijo el mago.

Carlota cerró los ojos y el mago, al igual que había hecho con Rufino, envolvió bajo su negra capa a Carlota, la cual quedó profundamente dormida.

—Despertad —dijo el mago—. Abrid los ojos.

Rufino y Carlota abrieron los ojos y, poniéndose de pie, preguntaron al unísono:

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?

—¿Qué quieres decirnos? —preguntó Rufino, tambaleándose un poco, aún ligeramente mareado.

El mago dio dos pasos para acercarse más a ellos y, con voz serena, mirada sabia y semblante tranquilizador, comenzó a hablarles:

—Los dos teníais una vida de la que disfrutabais. Habéis vivido todo aquello que deseabais: tú, Rufino, volar por el cielo visitando hermosos lugares; y tú, Carlota, tener la familia que siempre habías deseado.

Carlota y Rufino lo miraban en silencio y, ante las sabias palabras del mago, no fueron capaces de responder.

Ambos fueron felices el resto de sus vidas.

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