Prólogo
Un saludo, distinguidos espectadores, que tenéis en tan alta estimación a la Fidelidad —al igual que la Fidelidad a vosotros—. Si es cierto lo que acabo de decir, ¡un aplauso!, que ya desde un primer momento sepa que me hacéis objeto de una favorable acogida.
La vigencia de la comedia antigua
En mi opinión, los que beben vino viejo y a los que les gusta ver comedias antiguas son gente con vista; dado que os gustan las obras y el lenguaje de tiempos pasados, es natural que deis vuestra preferencia a las comedias de otras épocas; y es que, en realidad, las de hoy en día son todavía peores que la moneda nueva. Nosotros, al percatarnos por lo que se oye decir, de que existe un gran interés por las comedias de Plauto, hemos puesto en escena una vieja comedia suya, a la que habéis dado vuestro aplauso los de más edad de entre vosotros; los más jóvenes, desde luego, no la conocen; pero ahora mismo vamos a dar los pasos para que la conozcáis. Esta comedia que damos hoy, cuando se estrenó, tuvo un éxito extraordinario, y eso aun siendo aquella la época de la mejor flor de nuestros poetas, que ahora ya han pasado al lugar donde todos un día hemos de acabar. Con todo, a pesar de no estar ya entre nosotros, nos hacen el mismo servicio que si lo estuvieran.
Un ambiente de fiesta: ¡Olvidemos las deudas!
Yo os ruego a todos encarecidamente que tengáis la bondad de prestarnos vuestra atención: dejad de lado las preocupaciones y las deudas, nadie debe tener miedo de su acreedor: estamos de fiesta, incluso los banqueros —reina la calma, en el foro hay una tranquilidad que ni para los alciones1 ellos saben calcular bien—, durante las fiestas no reclaman nada a nadie, después de las fiestas no devuelven nada a nadie. Ahora, prestadme atención, si es que vuestros oídos están desocupados, os voy a decir el título de la comedia: en griego se llama Klerúmenoi; en latín, Sortientes; Dífilo la escribió en griego; después, Plauto, el poeta del nombre ladrador2, la puso en latín.
Trama principal: Un enredo familiar
Aquí (señala la casa de Lisídamo) vive un anciano, casado y con un hijo que reside con él en esta casa. Un esclavo suyo, que yace ahora enfermo —o, mejor dicho, ¡caramba!, yace en la cama, para no mentir—; pues este esclavo, pero de esto hace ya dieciséis años, vio cómo, nada más amanecer, era expuesta una niña; va entonces enseguida a la mujer que la exponía y le ruega que se la dé; lo consigue y se la lleva directamente a casa y se la entrega a su ama, rogándole que se haga cargo de ella y que la críe. El ama accede y la cría con tanta solicitud como si fuera su propia hija, ni más ni menos. Cuando la chica llega a la edad de agradar a los hombres, el anciano que reside aquí se enamora perdidamente de ella y lo mismo le sucede a su hijo. Ahora preparan ambos, padre e hijo, cada uno sus legiones en contra del otro, solapadamente: el padre ha dado al capataz de su finca el encargo de que la pida en matrimonio, con la esperanza de que, si el otro se casa con ella, él tendrá a su disposición un lugar donde pasar las noches fuera de casa a espaldas de su mujer; por su parte, el hijo ha encargado a su escudero que la pida en matrimonio: sabe que si lo consigue, tendrá en su propio establo el objeto de sus amores. La mujer del anciano se ha dado cuenta de que su marido anda enamorado y por eso se ha puesto de parte del hijo. Pero al percatarse el anciano de que su hijo está prendado de la misma persona que él, y que esto es un obstáculo para sus amores, manda al muchacho de viaje; la madre está, con todo, al tanto y ayuda a su hijo en su ausencia. El hijo, no esperéis que vaya a volver hoy a la ciudad en la comedia; Plauto no lo quiso así e hizo cortar un puente que había en el camino.
Digresión: La legitimidad de las bodas de esclavos
Seguro que hay aquí ahora algunos que dicen: «Pero bueno, ¡caramba!, ¿qué es esto? ¿Bodas entre esclavos? ¿Los esclavos van a tomar esposa o a pedirla? Eso es un uso nuevo, que no lo hay en parte alguna del mundo». Pero yo os digo que ese uso existe en Grecia, en Cartago y aquí, entre nosotros, en Apulia3, donde se suelen muchas veces celebrar las bodas de los esclavos con más boato que las de los libres. Si no es así, el que quiera, que se apueste conmigo una jarra de vino con miel, con la condición de que el árbitro sea un cartaginés, un griego o, por mí, también uno de Apulia. A ver, ¿no aceptáis la apuesta? Ya veo que nadie tiene sed.
El desenlace de la joven expósita
Pero a lo que iba, la niña expósita: la solicitada por esposa con tanto empeño por dos esclavos resulta luego ser una joven honrada y libre, nacida de padres libres en Atenas. Ella no va a hacer ninguna indecencia aquí en la comedia. Después, una vez que se haya acabado la pieza, si alguien apoquina —según lo que yo sospecho—, dará el sí sin hacerse rogar y sin mucho esperar a los augures. Y nada más. Que lo paséis bien, mucho éxito y que consigáis la victoria por vuestro verdadero valor, como hasta el presente.