Símbolos Miguel Hernández

LA NATURALEZA EN Miguel HERNÁNDEZ:


Desde siempre ha estado muy ligado Miguel Hernández a la naturaleza, como poeta y como persona. Desde sus cuatro años, el poeta oriolano entra en contacto directo con una naturaleza viva y ella será quien le conceda el primer conocimiento sobre la vida. En ella aprenderá el suceder de las estaciones anuales, el nombre de plantas y animales, sus olores, costumbres, ritos, ciclos…, asiste al parir de las bestias, a su amamantamiento, en definitiva, al despertar de la vida. Su labor como cabrero, asignada por el padre, de semblante adusto y talante severo, le llevará a aprender a silbar, a uquear al rebaño, a ordeñar, a limpiar el establo, a recolectar fruta, repartir leche etc… No es de extrañar su arraigo al terruño y la presencia constante de la naturaleza más que en sus temas en su imaginario poético.



Muy pronto, en la adolescencia, empieza a escribir sus primeros versos. Son los escarceos de un adolescente que pretende trasladar al papel los acontecimientos más sencillos de la vida, aquellos que observa cada día. Hay que hablar, por tanto, de una poesía sensorial en sus manifestaciones visual y acústica. Del mismo modo, este tipo de poesía es susceptible de ser calificada de cotidiana, pues convierte en materia escrita cuanto sus ojos detectan.Estos primeros escritos quinceañeros no son sino notas aún sin terminar que albergan una temática local, ni siquiera regional, ya que es el paisaje de Orihuela lo que describen estos versos iniciales.En los primeros escritos que marcan sus inicios como poeta se advierte ya la estrecha vinculación entre su oficio poético y su cotidianidad en versos como “en cuclillas, ordeño / una cabrilla y un sueño”. Asimismo, en estas primeras composiciones imita Hernández aquel Modernismo caduco del poeta archenero Vicente Medina y el costumbrismo bucólico del salmantino Gabriel y Galán. Se trata de reminiscencias procedentes de sus lecturas primarias, aquellas que le prestara el canónigo Almarcha, su amigo Carlos Fenoll y las elegidas por decisión propia e instinto lector, sin guía alguna, de sus visitas a la biblioteca pública local. Así pues, a las lecturas citadas hay que añadir la poesía de Zorrilla, Campoamor, Bécquer, Espronceda y Rubén Darío, quien indirectamente le incita a leer un diccionario de mitología del que, más tarde, encontraremos inevitables ecos en la mezcla de palacios con barracas, de campesinos y ninfas, finos perfumes y olor a huerta.El mismo Miguel Hernández reconocerá que sus versos adolescentes se fueron creando “con muchas lecturas”.


De Salvador Rueda toma la afición por los paisajes coloristas. La paleta cromática de Hernández péndula desde el azul de su cielo levantino y mediterráneo de Orihuela hasta el verde entendido como vitalismo, color de huerta fértil, vergel, y, en menor medida, el blanco y el negro. El amarillo, unido al fruto del limonero, se asociará consecuentemente a una sensación de amargura y en  Perito en lunas adquiere tonalidad áurea.


También su pluma se deja cautivar por la influencia guilleniana: Jorge Guillén es imitado por Hernández siguiendo las décimas de Cántico
. Asimismo, se siente atraído por el mítico mundo de García Lorca y su imaginería y la naturaleza virgiliana se deja sentir a través de las “églogas” inspiradas por las lecturas de Garcilaso.



Con este bagaje personal y poético, aparece su primer libro de poemas, Perito en lunas, donde sigue embelleciendo lo natural a través del empleo de numerosos recursos literarios. Ya en el mismo título aparece el astro lunar, símbolo de fecundidad. Evoca la belleza mediante la flora:
Azucenas, nardos, lirios, alhelíes, claveles, rosas y el azahar, que inspira una octava y será símbolo del “blanco” a lo largo de toda su poesía (“Al octavo mes ríes con cinco azahares”, leemos en «Las nanas de la cebolla», p. 303, en su último poemario). Pero no sólo la flora, también la fauna forma parte del corpus de su naturaleza: el toro y el gallo inspiran sendas octavas y el “toro” será un símbolo omnipresente en El rayo que no cesa
. El paisaje levantino, a su vez, se revelará en su admiración por la palmera (“alto soy de mirar a las palmeras”, dice en «Silbo de admiración de aldea»). La higuera, elemento del huerto del poeta que estará siempre presente en su poesía (“Volverás a mi huerto y a mi higuera”, le dirá a Ramón Sijé en su «Elegía», p. 172), adopta una connotación erótica en Perito en lunas
: es un símbolo de lo masculino y viril; su connotación erótica se manifiesta aquí y la planta que estuvo consagrada a Dionisio se hace símbolo fálico al hablar del acto de la violación en los siguientes términos: “su más confusa pierna, por asalto, /  náufraga higuera fue de higos en pelo / sobre nácar hostil, remo exigente…” («Negros ahorcados por violación», p. 93).También el agua («Gota de agua», p. 91) alberga connotaciones eróticas.



A partir de El rayo que no cesa, la naturaleza no sólo será fuente u objeto de inspiración, sino que se imbricará en el imaginario poético de Miguel Hernández, quien cuando derrama lágrimas es “hortelano”.


Así, el limón, que fue primero un elemento de inspiración de su entorno de la vega, luego, en El rayo que no cesa, pasa a ser símbolo de la pena de amor: recordemos que ese limón que la amada le tira, símbolo erótico de su pecho, provoca una herida de “una picuda y deslumbrante pena” («Mi tiraste un limón y tan amargo», p. 161).


Vergeles y sus variadas flores son también elementos del mundo poético-simbólico de Hernández en los poemas amorosos: “No salieron jamás / del vergel del abrazo. / Y ante el rojo rosal / de los besos rodaron” («Vals de los enamorados y unidos para siempre», p. 273, Cancionero…
). Junto a las rosas y rosales, también el jazmín y el clavel son símbolos florales: “En ti tiene el oasis su más ansiado huerto:
/ el clavel y el jazmín se entrelazan…” («Orillas de tu vientre», p. 284, en Cancionero…)
. El símbolo del “oasis” para representar a la amada (también en «Casida del sediento», p. 312) y la referencia a la fertilidad del “huerto” (recordemos: “Volverás a mi huerto y a mi higuera…”) son constantes en la poesía de Miguel Hernández y en «Orillas de tu vientre» se unen al deseo amoroso desde la ausencia, como la “Granada” (“Granada que has rasgado la plenitud de su boca», p. 283), la “zarzamora” (“Trémula zarzamora suavemente dentada / donde vivo arrojado”) y las “amapolas” (“Aún me estremece el choque primero de los dos; / cuando hicimos pedazos la luna a dentelladas, / impulsamos las sábanas a un Abril de amapolas, / nos inspiraba el mar”, p. 284). En este vergel, los “cardos” son penas («Umbrío por la pena…», p. 162) y los “nardos” la belleza pura de la blancura, que también se simboliza en los “jazmines” y el “azahar”.


También diversos fenómenos atmosféricos se dejan sentir en la naturaleza simbolizada y simbolizadora de la poesía hernandiana, siempre ligados a la fuerza de los sentimientos, al “corazón desmesurado” del poeta, o a la idea de libertad. Por un lado, encontramos el campo léxico del “viento”:

“huracanado”, adjetivo que abunda a lo largo de todos los poemarios;
“huracán” y “vendaval” (en “vendaval sonoro” lleva el toro, símbolo del poeta, en su cuello: «Sino sangriento»);
“aventar” (“Vientos del pueblo me llevan… y me aventan la garganta”) y “viento”, la voz del pueblo en Vientos del pueblo
. Por otro lado, el campo léxico de la “tormenta”, simbolizando el dolor (por el amor y la muerte):
“relampaguear ” (“corazón que en tus labios relampaguea”, p. 302, en «Nanas de la cebolla»), “rayos” (“¿No cesará este rayo que me habita…?, p. 160) , “truenos”…


Todos estos elementos atmosféricos se conjugan con el huerto hernandiano en la «Elegía» a Ramón Sijé (p. 172-173), poema cuya imaginería irradia de la naturaleza del entorno oriolano del poeta. De la naturaleza son los símbolos del dolor desde el mismo momento en que el poeta, con sus lágrimas, es el “hortelano de la tierra que estercola” su amigo muerto y grita su dolor andando sobre “rastrojos de difuntos” y levantando en sus manos “una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes…”. Y de la naturaleza más suya (“mi huerto y mi higuera”) son los símbolos de la esperanza que irradia la amistad, su “huerto”: las abejas y sus ceras, el “alma colmenera” que “pajareará” por “los altos andamios de las flores”, el “campo de almendras espumosas”, “las rosas del almendro de nata”…



Por otra parte, la poesía hernandiana se alimenta de símbolos del animalario. Desde El rayo que no cesa hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza  y la pena. Frente al “toro”, el “buey” es el vasallaje del enamorado, tal y como lo vemosen «Me llamo barro aunque Miguel me llame» (p.165), poema que expresa una entrega servil hacia la amada, “como un nocturno buey”. Precisamente, en contraposición con el “toro”, el “león” y el “ágüila”, el “buey” representará después, en «Vientos del pueblo» (pp. 215-217), la mansedumbre, la sumisión y la cobardía: “Los bueyesmueren vestidos / de humildad y olor de cuadra: / las águilas, los leones / y los toros de arrogancia, / y detrás de ellos, el cielo / ni se enturbia ni se acaba”. Por su parte, el ruiseñor, símbolo de la primavera en huerto hernandiano, se hará en «Vientos del pueblo», símbolo del “poeta-cantor del pueblo: “Cantando espero la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles /y en medio de las batallas”. Las aves cantoras son símbolo de poesía y libertad; así, siguiendo la estela del ruiseñor “del pueblo”, en «Nanas de la cebolla» (pp. 301-304) encontraremos abundantes imágenes referidas al “vuelo” (“Tu risa me hace libre, / me pone alas” / “La carne aleteante” / “Vuela niño”) y a pájaros como la alondra (“Alondra de mi casa”) o el jilguero (“¡Cuánto jilguero / se remonta, aletea, / desde tu cuerpo”), que simbolizan al hijo, la delicadeza y el poder liberador de la infancia.



En general, como venimos observando, las metáforas y los símbolos de la poesía de Miguel Hernández, además de estar muy elaboradas, poseen la peculiar cualidad de resaltar situaciones y objetos comunes de la vida diaria. Así en la citada «Elegía» o en su lamento a la muerte del poeta García Lorca, donde leemos: “Primo de las manzanas, no podrá con tu savia la carcoma, / no podrá con tu muerte la lengua del gusano, / y para dar salud fiera a su poma / elegirá tus huesos el manzano” («Elegía primera», p. 211, en Vientos del pueblo
). Con esta bella metáfora Hernández nos dice que esa muerte no acallará su voz y cita los huesos, como elemento más resistente a la descomposición del cuerpo para expresar la perpetuidad de Lorca. Esa cotidianidad de la naturaleza que se encarna en poesía se encuentra también en las «Nanas de la cebolla» (p. 301), donde la mención al bulbo es metafórica, y, a la vez, es la descripción de una realidad, la que le cuenta su esposa por carta sobre el hambre que padece con su hijo: “La cebolla es escarcha cerrada y pobre, escarcha de tus días y de mis noches, hambre y cebolla, hielo negro y escarcha grande y redonda”.



Esa cercanía a la naturaleza circundante se hace “arraigo” cuando el poeta se refiere a la tierra.
En El rayo que no cesa, la tierra era “barro” a los pies de la amada («Me llamo barro, aunque Miguel me llamo»), pero desde Vientos del pueblo en adelante la tierra será la “madre”. Así, en «Madre España» (pp. 266-267, en El hombre acecha
), el poeta se siente unido a la patria “como el tronco a su tierra”: “Decir madre es decir tierra que me ha parido”. A su vez, nos encontramos con el símbolo del tronco y de los árboles, hijos de la tierra, que son los hombres del pueblo y el mismo poeta (“Acércate a mi clamor / pueblo de mi misma leche, /árbol que con tus raíces / encarcelado me tienes, / que aquí estoy para amarte / y estoy para defenderte / con la sangre y con la boca/ como dos fusiles fieles”, leíamos en «Sentado sobre los muertos», p. 213, en Vientos del pueblo
). Ese mismo imaginario de la “madre tierra” se encuentra en «El niño yuntero» (p. 217, de Vientos del pueblo): “empieza a vivir y empieza / a morir de punta a punta / levantando la corteza / de su madre con la yunta / Cada nuevo día es / más raíz, menos criatura.”



Finalmente, si la tierra es el arraigo, la madre, como el “vientre” de la esposa, el mar es tanto el amor como la muerte: “Ventana que da al mar, a una diáfana muerte / cada vez más profunda, más azul y anchurosa” (en «Orillas de tu vientre», p. 284).



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