Que autores y obras sobresalen en el teatro

Literatura. Tema 9

Introducción

Por su naturaleza de espectáculo, sobre el género teatral pesan con especial fuerza los condicionamientos comerciales. De ahí, que, en lo ideológico, sean escasas las posibilidades de un teatro que vaya mucho más allá de donde puede llegar la capacidad autocrítica del público burgués, mientras que en lo estético se observan fuertes resistencias ante las experiencias innovadoras. No obstante, tales tendencias también existen, lo que explica que en el panorama del teatro español en el primer tercio del siglo XX puedan observarse dos tendencias que son, en lo esencial, la del teatro que triunfa (continuador, en buena medida, del que imperaba en la segunda mitad del siglo XIX) y el teatro que pretende innovar aportando nuevas formas o nuevos enfoques ideológicos. De ambas corrientes nos ocupamos a continuación..

El teatro comercial

Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX estuvieron dominados en la escena española por la figura de Jacinto Benavente, autor que comenzó haciendo un teatro de fuerte carga crítica (El nido ajeno, por ejemplo, planteaba valientemente la situación opresiva de la mujer casada en la sociedad burguesa), pero que, ante el fracaso de sus obras iniciales, decidió atemperar su tono crítico; siguió retratando a las clases acomodadas, con sus hipocresías y convencionalismos, pero con menos dureza que en sus comienzos. Sus obras se situaron entonces en lo que se denominó comedia de salón, con ambientes burgueses y con una crítica moderada, asumible por el público que acudía a los teatros. Hay, no obstante, excepciones a esta norma; la más notable es la de Los intereses creados, deliciosa farsa que utilizaba el ambiente y los personajes de la Commedia dell’ arte italiana, pero que encerraba una cínica visión de los ideales burgueses. Benavente cultivó también el drama rural, con La Malquerida como título más significativo. Su teatro cubrió una parte importante de la escena española del primer cuarto del siglo XX; en 1922 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.

Cierta importancia tuvo también el teatro en verso, una modalidad dramática en la que se combinaron los elementos posrománticos con rasgos del estilo modernista; en general, produjo obras de ideología tradicionalista, con una exaltación de los ideales nobiliarios y los grandes hechos de nuestro pasado. Entre sus cultivadores destacan Francisco Villaespesa y Eduardo Marquina; también los hermanos Antonio y Manuel Machado, aunque las obras que ambos escribieron en colaboración (La Lola se va a los puertos, por ejemplo) no tienen el mismo enfoque que las de los autores anteriormente citados.

En cuanto al teatro cómico, desarrolló sobre todo los géneros de la comedia costumbrista y el sainete, y sus más importantes cultivadores fueron los hermanos Álvarez Quintero y Carlos Arniches; este último reflejó en sus obras las costumbres de las clases populares madrileñas y fue también autor de La señorita de Trevélez, tragicomedia grotesca de cierto interés en la que fundió lo risible con lo conmovedor, con una profunda observación de costumbres y una inequívoca actitud crítica ante la injusticia. No puede dejarse fuera de este apartado La venganza de don Mendo, hilarante parodia de los dramas históricos escrita por Pedro Muñoz Seca.

El teatro de renovación


Frente al teatro comercial de las corrientes anteriores, resulta desolador comprobar el fracaso que acompañó a experiencias dramáticas renovadoras y de indudable interés como las de Unamuno, Azorín o Jacinto Grau, por ejemplo. El drama de ideas del primero, el simbolismo de Azorín o la originalidad dramática y el estilo lírico de Grau no interesaron a un público acostumbrado a las comedias burguesas de Benavente o al humor más o menos fácil de los autores costumbristas. Tampoco Gómez de la Serna tuvo demasiada fortuna con sus obras “antiteatrales” y vanguardistas que, en su mayoría, quedaron sin estrenar. En cuanto a Ramón María del Valle-Inclán, durante años sus aportaciones al género teatral no se entendieron como tales, pues el esperpento fue considerado muchos años como narrativa dialogada; el tiempo ha demostrado no sólo la falsedad de esa afirmación, sino la importancia excepcional que el autor y sus obras dramáticas han tenido en la historia de nuestro teatro. Valle comenzó su andadura teatral con alguna obra de carácter modernista que hoy apenas tiene relevancia; son muy importantes, en cambio, sus Comedias bárbaras, en las que la Galicia mítica y rural es el marco para desarrollar historias cuyos personajes actúan gobernador por instintos y pasiones violentas y primitivas; este ciclo culmina en Divinas palabras, donde la avaricia y la lujuria desencadenan todos los conflictos. Las farsas le sirvieron de transición al esperpento, en el que creó un mundo basado en la deformación sistemática de personajes y valores con el fin de denunciar las lacras de la sociedad española de aquellos años; el principal título de este ciclo es Luces de bohemia, y pueden señalarse también dentro del mismo otras obras como las que componen la trilogía Martes de carnaval.

Algunos de los autores de la denominada generación del 27 y otros más o menos próximos a ellos intentaron también una renovación del lenguaje dramático; tal renovación se manifestó, por una parte, en una depuración del teatro poético y, por otra, en la incorporación de las formas de la vanguardia. Hay que destacar, en este sentido, las obras de Rafael Alberti, que intentó incorporar a la escena el lenguaje surrealista en El hombre deshabitado y afrontó un teatro de fuerte compromiso político en Fermín Galán; ya después de la guerra civil insistió en su teatro renovador y comprometi­do con obras como El adefesio o Noche de guerra en El Museo del Prado, e hizo también otras obras de interés tanto por sus valores dramáticos como por su calidad poética. Miguel Hernández, Alejandro Casona o Max Aub son otros escritores de esta época que hicieron aportaciones a la renovación teatral de los años anteriores a la guerra civil; pero el autor más destacado de esa época fue, sin duda, Federico García Lorca.

El teatro de Lorca raya a una altura pareja a la de su obra poética, y constituye una de las cumbres de nuestra dramaturgia. La temática de sus obras teatrales asombra por su unidad y por la coherencia con que se vertebra con la de su poesía; de hecho, sus dramas suelen girar, como sus versos, en torno a la frustración, el deseo imposible o el conflicto entre los anhelos desbordantes del individuo y los límites que les impone la realidad. Así puede verse ya en alguna de sus primeras obras, como El maleficio de la mariposa, donde simboliza el tema del amor imposible; después escribió varias piezas breves basadas en las técnicas de guiñol hasta que le llegó el primer éxito con Mariana Pineda, un drama de amor trágico inspirado en la historia de una heroína ajusticiada en Granada en 1831 por bordar una bandera liberal. Luego vendrían La zapatera prodigiosa, en la que mezclaba la prosa y el verso; Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (otro caso de amor trágico) o El retablillo de don Cristóbal, una nueva incursión en el teatro guiñolesco. La etapa surrealista de Lorca nos dejó en el teatro obras de interés como El público o Así que pasen cinco años, pero su plenitud como dramaturgo llegaría en los años anteriores a la guerra (justamente aquellos en los que viajó por el país con las gentes de “La Barraca”). De esta época son sus obras más conocidas (escritas en verso), en las que la mujer ocupa un puesto central; se trata de Bodas de sangre, Yerma, Doña Rosita la soltera y La casa de Bernarda Alba. En todas ellas aparecen unas criaturas marginales o marginadas, situadas fuera de las convenciones sociales y morales, que representan a la vez la inocencia o la pasión elemental pura. El carácter fuertemente trágico de estas obras, la profundidad y el vigor de los sentimientos que en ellas se analizan y sus excepcionales cualidades poéticas las convierten en una de las más altas manifestaciones del teatro español de todos los tiempos.

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