Diferencias entre los personajes de antigona Vélez y antigona de sofocles

Última estancia

Antígona de nuevo

Una vez difuntos Eteocles y Polinices,
con los labios un tanto separados
por las mariposas muertas
del hálito perdido;
los dos con los ojos abiertos
y transformados en materia inánime
como piedras gelatinosas,
con sus mirares fallecidos y sepultos
en las retinas
y el maravilloso receptáculo de la luz
vuelto tan exangüe
como una flor marchita,
un botón de puerta enmohecido,
un libraco que se vuelve florilegio de
                                                              polillas;
una vez difuntos,
se forma espontáneamente
un cortejo fúnebre
que entra en la ciudad
para dar la debida sepultura a los
                                                     hermanos.
En eso están, cuando llega el edicto de
                                                                 Creonte
-quien afirma que esta ley,
este “cúmplase contra viento y marea”,
no es producto sólo de su decisión,
sino encargo de Eteocles-
                      que dice puntualmente:
“Mientras al hijo menor de Edipo
debe dársele sepultura
(con las debidas honras fúnebres,
los lamentos de ´tonos agudos´
                                       de las plañideras
y los servicios
para que la nave de velas oscuras
que conduce a las almas por el
                                                   Aqueronte
´hacia el mundo sin sol´
lo haga sin tropiezos),
a Polinices no debe erigírsele un túmulo
dentro de Tebas,
sino dejarlo a campo abierto,
para que sea pasto de las aves alígeras
y los perros y chacales
que en las narices tienen la brújula
                                                          olfativa
para hallar los inicios
del encuentro feliz con la carroña”.
Antígona, en diálogo con su hermana,
asienta que Creonte ha mandado
“a voz de pregón”
que no se dé enterramiento a Polinices
y que, a quien falte a dicho mandato,
será sometido a la lluvia horizontal
de la lapidación.
                                            ***
¿El Estado tiene derechos
sobre los despojos humanos
donde la existencia, embarcada en la sangre,
se ha perdido en la hemorragia?
Si hay un ámbito familiar
donde la polis no debe inmiscuirse
-porque el amor, los celos,
los temores nocturnos
y los júbilos que bailan en las fiestas
no competen al monarca-,
en la muerte -lo más privado de todo-
¿cómo ha de tener lo público
vela en el entierro?
Los cadáveres no pertenecen al Estado
sino a la esfera familiar.
No a Creonte, sino a Antígona.
Lo mismo el nacimiento:
pues se nace del nudo sudoroso
que puede tener lugar a orillas del Dirce,
bajo la corpulencia bonachona de un laurel
o en el sureste empinado de una cama,
y no como la caricia y los besos
que de súbito azuzan al esperma,
de dos disposiciones gubernamentales.
La verdad sea dicha: en todas las moradas
del universo mundo,
en todititas,
el Estado,
es visto con recelo,
aunque el poder brinque al compás
de las fanfarrias de la demagogia.
La desgracia es que éste
quiere absorberlo todo:
privatizar los pastizales,
los cenotes sagrados donde se baña
el centro de la tierra,
los ríos en que boga la nave del
                                                   gerundio.
Fagocitar a toda oruga que camina midiendo
los dulces centímetros de su itinerario.
La autonomía le produce náuseas,
el ideal anarquista
-el motín de la tierra contra el cielo-
le da la sensación no sólo de que tiene
pies de barro,
sino de ir y venir por parajes
de tierra movediza.
La hoguera,
la guillotina,
la lapidación,
el calabozo-cripta,
son algunas de las órdenes
caídas de su cielo
para que nadie, nadie, nadie
quede lejos de sus manos ubicuas.
Antígona se acerca a Ismene para mostrarle
su interés por honrar los restos
de su común hermano.
Y para saber si cuenta con ella.
“Pertenecemos a la misma rama
y por nuestras venas
corre la savia roja que se mueve
al soplo del aire de familia” le dice.
Al principio, pareciera que Ismene
coincide con su hermana.
Generalmente las cuitas de las dos
se citan a las puertas del mismo
                                                        sentimiento.
Pero, ante ciertas vacilaciones de
                                                            Ismene,
Antígona la reta: “ahora mostrarás
si eres noble o si, hija de nobles,
eres villana
”.
¿Noble o villana, a pesar de ser
princesa? ¿Aristócrata de nacimiento
u obra del flamígero dedazo de los dioses
aunque sin aval en la conducta,
en el plebeyo hacer del día con día?
Un interrogar, sí, con todas sus vocales
incendiadas.
Antígona, arrojando a la cara de Ismene
este puñado de signos de interrogación,
miróla de frente, con un mirar
que, sin pedir permiso
a los párpados custodios de su
                                                         hermana,
hundíóse hasta el arcón de los
                                                        secretos
sepulto en su más honda intimidad.
Ismene tomó la palabra
arguyendo, como tantas y tantos,
que la fragilidad y la pequeñez
conducen a la sumisión
que produce, a lo largo de la historia,
frente al patriarca y al Estado,
un dolor indescriptible de rodillas.
Antígona la mira con tristeza
y ya no insiste.
Su hermana escondíó la cobardía
tras de la puerta de la perorata,
y dijo: “sólitas como hemos quedado
¿qué muerte más atroz no nos espera,
dime, si, a despecho de la ley,
desafiamos los edictos y el poder
del tirano?
Y sin detenerse:
“Hay que acordarse, Antígona,
que hemos nacido mujeres
y que no podemos luchar contra
                                                  hombres”
.
No es lo mismo el justo medio
que la medianía.
En tanto el justo medio
-el estagirita dixit-
es la cordura entre dos demencias,
la medianía es un invernadero
de lugares comunes.
En Ismene, comenta Goethe a
                                                    Eckermann:
Sófocles ofrecíó “una bella medida
de lo corriente, de lo ordinario”
.
Tal vez exageraba.
A Ismene Antígona le produce
una epidemia de perplejidad
con furores de demencia:
por eso no tiene reparos en decirle:
“El corazón te arde –querida-
y en cosas que hielan”.
Sea como sea,
Ismene no quiere perder la calma,
la razón y hasta la vida.
No tiene en su cuerpo ninguna célula
de mártir.
                                            ***
Antígona desafía los edictos
y el poder del tirano. Sus blasfemias,
de alas cortas,
no vuelan hasta el Olimpo,
sino hasta la cúpula del poder,
ese Cielo agusanado en miniatura.
La doncella capta de golpe,
con los ojos de lince de su espíritu censor,
la diferencia entre la legalidad
y lo legítimo.
Así como el cielo sugiere nubes,
nos sobrecoge con el parpadeo del
                                                           relámpago;
nos transforma en húmedos espectros,
nos amedrenta,
nos hace ver si hay preces
en el hondón anímico,
nos convierte en árboles que caminan
deshechos en lágrimas,
y nos destrozan con el feroz manotazo
                                de su descarga eléctrica,
el Estado dicta preceptos,
prorrumpe en aguacero de leyes
y hace de lo arbitrario
la eminencia gris de su legislación.
“Al que la sociedad ha colocado en el trono,
a ese hay que obedecerlo,
en lo pequeño y en lo justo
y en lo que no lo es”
 llega a decir Creonte
engolosinado por sus propias palabras.
Eso llega a decir.
Pero Antígona sabe que la ley
sin el meollo de la justicia,
sin la voluntad general,
sin consistencia,
sin los deseos del pobrerío
agitándose en sus entrañas,
sin los sueños empuñados por la tribu,
es un sumario no sólo de órdenes
                                                          irracionales,
caprichosas,
sino la forma jurídica que asumen
los desplantes,
las atropellos,
la espumosa violencia de la rabia,
las patologías del príncipe.
No enterrar a Polinices en la ciudad
es la precepto,
lo irrecusable,
el manotazo de órdenes espurias,
la vorágine de espinas;
ya que, en palabras de la princesa:
“Polinices fue maltratado
y respondíó, a su vez, con maltratos”
.
¿Por qué leer la maldad sólo en una
                                                                parte
como si dos encarnaciones de lo gris
se vieran como lo negro por un lado
y lo blanco por el otro?
¿Por qué no considerar
a los dos jóvenes con sus cualidades
y defectos?
                                            ***
Un guardián trae, atada de manos,
a la princesa rebelde. La dignidad,
incólume, añadiéndole centímetros
                                                          al orgullo,
brota por los poros de la presa.
La llevan ante Creonte,
el nuevo rey de Tebas.
Éste la ve con un rencor concentrado
en el rabillo del ojo.
La acusa de igualar al héroe y al perjuro:
a Eteocles, defensor y gloria de la patria,
y a Polinices
que firmó un pacto de sangre envenenada
con los espartanos.
Y que es culpable de algo más:
de hacer oídos sordos a las leyes de su patria.
La muchacha insiste en que los hijos de
                                                                   Edipo,
al igual que todos los humanos, o casi,
tienen en su conducta claroscuros,
ambigüedades,
confusiones,
y que debemos acostumbrar
                                             a nuestro ojos,
instruirlos,
no solamente a ver, sino a mirar,
a comer con los ojos,
a ceñir una mordaza de siete llaves
a la apariencia.
Los tiranos están ciegos de remate.
El afán posesivo coloca
los muros en miniatura de sendas cataratas
en sus pupilas y obliga a la luz
a esconderse debajo de las piedras.
“Los tiranos dicen y hacen, impunes,
lo que les viene en gana”,
replica Antígona.
Creonte no ve a sus sobrinos como son
-agua turbia que ignora los cedazos-
ni cae en cuenta que la mitad de los dirceos
reprueba sus despóticas acciones
y se burla de sus normas.
Irritado, golpeándose la frente
para sacudir cualquier concesión
a las argucias femeninas, exclama:
¿Y no te da vergüenza pensar
tan distinto de los otros?
”.
Antígona no se rebaja a responder
al improperio, a la vulgaridad
que se enreda en los dientes de su tío,
porque no quiere despeñarse
al nivel de la bajeza de los encumbrados.
                                             ***
Creonte y Antígona
mantienen un diálogo de sordos,
con súperávit de lenguas
y déficit de tímpanos.
De sus bocas surgen
borbotones de palabras;
pero apenas salidas
contraen en el aire
los más patógenos virus de la
incomunicación
y caen como aves-del-aliento
secas,
despellejadas,
sin sentido,
roto el cascarón que se abre
mostrando la osamenta del silencio.
El rey y la princesa discuten al borde del
                                                                   abismo.
Ella pronto va a caer por el resbaloso
terregal de la agonía
y tendrá que rendir cuentas
ante los jueces supremos del Erebo
(Minos, Eaco y Radamanto),
quienes, al insistir que
“hay que tratar igualmente a los iguales
y desigualmente a los desiguales
en proporción a su desigualdad”,
llaman al orden al caos,
al desbarajuste,
al sinsetido,
a lo que no tiene
ni cabeza (para planear futuros)
ni pies (para llevarlos a cabo).
Pero él ignora
que, al castigar a Antígona,
va a sufrir el mayor dolor de su existencia
y que sus palabras grandilocuentes
-nacidas para cohabitar con el micrófono
se volverán gemidos.
Imagen
«palabras grandilocuentes
nacidas para cohabitar con el micrófono»

Ismene, preocupada,
con una corona de dudas,
se entrevista nuevamente con Antígona.
Ya ha habido entre las dos
                                     un desencuentro,
quizás una desavenencia:
ante la solicitud de Antígona
para que su hermana la ayudase
a dar sepultura a Polinices,
ella se había negado. Había dicho:
“entre mi persona y el cieno , querida,
hay incompatibilidad de caracteres.
La locura no es mi negocio”.
Pero Ismene no sabe qué hacer,
dónde ubicarse,
qué palabras tener listas debajo de la
                                                                lengua
para enfrentar al momento,
al vendaval de segundos,
al tirano en pie de cólera.
Quiere ser como su hermana,
sueña con seguirla,
y hasta llega a musitar:
“no me prives de la gloria de morir
                                                      contigo
y rendir tributo al muerto”
.
Se siente culpable de no haberse
sentido culpable, de echar en saco roto
su responsabilidad.
Le echa la culpa
a su corazón,
a la forma imperfecta en que su
                                                    valentía
fue educada.
Pero Antígona ya no le cree.
La acusa de exaltar los decires,
amamantarlos con leche y miel,
y olvidar la acción.
Entre el dicho y el hecho
tiende su tienda de campaña
la cobardía.
La princesa habla con Ismene
pero también consigo misma:
ayer aduje: “yo sola daré
sepultura al hermano de mi alma”
.
“Lo aduje y tú callaste”.
Añade: “Tu escogiste vivir, yo preferí
                                                                morir”
.
Y de modo contundente:
“A ti te aprueba un mundo,
a mi otro”.

La joven se va creciendo
a medida que la tragedia llega a su
                                                             plenitud
y entabla el duelo a primera muerte
entre lo privado y lo público:
afirma su femineidad
                                    frente a los hombres,
su autonomía frente al poder,
su nobleza frente a una legislación
tan andrajosa como criminal.
Ismene, conformista, sufre
del infantilismo de la dependencia,
de la “cordura” de aceptar las cosas
                                                          como son.
Creonte, en un principio, se imagina
que ambas piensan en el fondo
de igual manera
y que sus sentimientos,
con sus manos espirituales juntas,
caminan al mismo compás
y con idéntico sentido de orientación.
De ahí sus palabras:
“estas dos chiquillas están locas,
la una desde hace un momento,
la otra desde que vino al mundo”.

Ismene no las trae todas consigo.
Duda de Antígona, la cree exagerada,
irracional , loca.
Pero la quiere y la respeta.
Y no sabe qué hacer con el alma frágil,
menuda, medrosa
que esconde ella misma en sus adentros.
Desconfiando más aún del rey,
que negaba a Polinices los servicios
para acudir sin trámites al allende
y tener a la mano la otra orilla,
lo detesta,
le repugna,
y, con el puñal del odio a mano alzada,
le predice que, con el decreto,
ha de matar a Hemón, el novio
de Antígona y su entrañable fruto.
Ismene habría querido ser fiel a Antígona
como las lágrimas nonatas de sus ojos
(compungidos, encinta)
lo eran a la pesada pesadumbre
de su indecisión.
Pero no podía.
Aun estando llorosa, no podía.
Creonte, encaramado en su delirio,
y balbuciendo incoherencias,
preces de manicomio,

Criaturas de una lengua enloquecida


por los atisbos del nudo en la garganta,
arguye: “para mis hijos no quiero
mujeres malvadas”.

¿Mujeres malvadas? ¿Antígona,
mujer malvada?
¿Joven que tiene en lo oscurito
negociaciones con sus malos instintos?
¿Ismene,
pese a tornar al redil de la obediencia
y ser incluso perdonada por Creonte,
es, por Dios, alguien ruin?
Es cierto que su conducta
difiere de la de Antígona;
pero ella, que dubita,
se exprime el corazón entre las manos
y maldice las desorientaciones de su
                                                                   brújula,
¿puede ser tratada así?
                                               ***
¿Quién tiene la razón: Creonte,
que ve a su sobrino como un traidor
que trajo hasta la inmediaciones de
                                                                 Tebas
la amenaza foránea,
o Antígona que insiste
en que no han de olvidarse
los engaños de que fue víctima Polinices
(desdén a su primogenitura
y violación del acuerdo de la entrega
del trono en el tiempo convenido)?
Como el bien no está sólo en una parte
                                                 y el mal en otra,
como la izquierda y la derecha
o el este y el oeste,
los muertos deben ser tratados
de acuerdo con la tradición.
Antígona desgañita su verdad
y toma en cuenta, no las “razones de
                                                               Estado”,
las que se fraguan en la cúspide de la
                                                              pirámide,
a orillitas del cielo,
sino las que coinciden “a ras de tierra”
con el amor fraterno y las costumbres
                                                           familiares.
El poder público no proporciona, no,
el primer bocado de oxígeno
que saborean los pulmones del que nace,
ni los picos de cigüeña de sus cuchillas
cortan su cordón umbilical.
                                             ***
El gran amor de Antígona por Polinices,
ha hecho creer a algunos que iba por el lado
del valiente desorden del incesto,
lo cual no era imposible en una familia
que heredaba sin menguar los “malos
                                                                  pasos”.
Pero no. Su actitud amorosa
sólo se hallaba entretejida
con dicha apariencia,
no con el telón de fondo de la realidad.
Era un amor fraterno,
enclaustrado en su definición,
con el aire de la ternura golpeándole las
                                                                         sienes
y en que Afrodita
por más que trató, no pudo hallar
la puerta, la llave o el resquicio
para introducirse.
                                              ***
La luna, velada por las nubes,
escatima su luz y crea en la tierra
la atmósfera oscura, acogedora,
que, con su negrura a cántaros,
propicia el sueño colectivo.
Antígona, con los pies desnudos y en
                                                          puntillas,
como suele caminar el silencio
                                              en los panteones,
salva la puerta
y se dirige al lugar donde reposa
el cadáver de su hermano.
Puede hacerlo –son las tres de la mañana-porque los centinelas de la puerta
están dormidos como el mar
cuando el aire, presa de cansancio,
logra sólo subirse
al potrillo macilento de la brisa.
El sitio se halla en un punto
entre Tebas y el Dirce,
no lejos de un granado
que, al perecibir su entorno,
hace comentarios sangrientos.
Polinices -una larga blancura
sólo interrumpida por los trazos de carbón
de las ojeras-
yace a la intemperie.
Intemperie quiere decir
no sólo el airecillo perfumado de la noche,
no sólo la constelación de lucíérnagas
que hace del mundo metáfora del
                                                       firmamento,
o los grillos que en el hilo de un rosario
desgranan sus elegías en clave de luna;
intemperie significa más bien
canes famélicos,
buitres que revolotean alrededor
de la putrefacción recién nacida,
chacales que, si no hallan la carroña
que pide a gritos su avidez,
inaugurarían la autofagia.
Antígona limpia el cadáver, lo envuelve,
lo espolvorea,
derrama sobre él
las libaciones sepulcrales
y coloca entre sus labios
el óbolo que Caronte,
mercader de la muerte,
exige para acceder al Averno.
¿Por qué nuestra Antígona,
sola y su alma,
sin nadie que la ayude,
trata con tamaña delicadeza
el cuerpo recién fallecido de su hermano?
Hay dos motivaciones:
una tradicional, otra religiosa.
Todos los miembros de la familia,
hicieren lo que hicieren,
deberían ser sepultados.
Excepciones:
sólo quienes cargaran en hombros,
a guisa de corcova,
una culpa del tamaño de lo abominable,
que repugnara a los cielos y la tierra.
No era el caso de Polinices.
Como los opositores se equilibraban
en cualidades y deficiencias
-ninguno se había matrimoniado
con la maldad, siéndole fiel
en obra y pensamiento-
era injusto (y ahí se hallaba Temis
para decidirlo) que a uno
se rindieran los honores
mortuorios habituales,
y al otro, ay, se le dejara
al cuidado de la intemperie.
La joven quería a Polinices,
pero no de modo preferente:
no esperaba que a Eteocles se le tratase
                                                     con desprecio
y a Polinices con ternura,
no,
sino que se opónía al trato discrecional
del déspota,
a los caprichos del que se halla
                                     “mareado de cielo” ,
al “hágase lo que mando, que en precio
supera mi saliva al oro”.
Antígona deseaba hacer a Polinices
el tránsito más fácil,
que su ruta al más allá se deslizase
por obra y gracia de los santos óleos:
que nada le impidiese
llevar su sombra a cuestas,
depositarla en el bajel de Caronte
y esconder en un relicario
su último suspiro.
Dejar sin sepultura a Polinices
haría que su sombra
-un alma de cuerpo tan sutil
como aire emocionado-
vagara por las partes
misteriosas y espantables del planeta,
no podía permitirlo,
no dejaría de haber catástrofes
en su corazón,
no sabrían cruzarse de brazos sus
                                                     entrañas,
ni sus aullidos esconderse
bajo máscaras de sordina.
Si dejara al primogénito
a la buena de Dios y del hambre
inmisericorde de sus bestias,
ello iría contra el honor del muerto
y el prestigio de la familia,
condenándolo además a convertirse
en ánima en pena,
espíritu vagabundo,
a la deriva, con las rutas
de sus pies enmarañados,
o espectro al que poco a poco
se le desmoronaran
todas y cada una de sus células,
y que (hallándose insepulto
y sin el óbolo requerido),
si tuviera la audacia de acercarse
al barquero Caronte
-el viejo navegante de la laguna estigia-
éste arremetería con su remo en su cabeza
impidiéndole acceder al otro mundo
y dejar para siempre
un territorio que,
fértil como madre de poeta,
salta del barbecho de amenazas
a la ópima vendimia de infortunios.
En llegando a este sitio,
resulta pertinente hacer notar
que el óbolo -pasaje al otro mundo-
no se devalúa,
ni padece de medrosos deslices,
porque, a lo que se sabe,
las sombras no están sometidas
al mercado, ni al juego prostituto
                           de la oferta y la demanda.
Es un pobre consuelo,
pero consuelo al fin,
como la nave de velas rotas
que con aguja, hilo y retazos de viento
                                                             favorable,
da con el modo de salvar la esperanza
del naufragio.
Antígona estaba segura
de que sus hermanos,
los dos,
tendrían acceso a los Hades.
Ella creía que los subterfugios de
                                                         Creonte
habían sido suprimidos
por el servicio amoroso de sus manos.
Ya sea en el Aqueronte o en el Estigio
los dos ocuparían su lugar de pasajeros
en la nave de velas negras
que, al golpe de un viento quemado
de filosa obsidiana,
va del aquende
(donde lleva la voz cantante
el relojillo de arena del pulso)
hasta el reino donde la eternidad
descompone,
desgerundia

Todo reloj habido y por haber



Llegarían al infierno, los recibiría
el divino guardián del allende,
quien los conduciría al tribunal supremo
formado por Minos, Eaco y Radamanto.
Ellos sabrían deliberar sin prejuicios,
sin los dados cargados,
sin proclamar decisiones
jaladas de los cabellos de la
                                                arbitrariedad.
No mandarían a Eteocles a los Campos
                                                                 Elíseos
y a Polinices al Tártaro y sus castigos.
A ambos les darían el mismo trato:
al igual que las danaides,
      Sísifo,
                  Procusto,
                                      Titio,
purgarían, por un tiempo, sus errores
en el báratro,
y después, limpios de la parte maloliente,
gozarían de los Campos Elíseos
teniendo entre las manos el perfecto
                               juguete de lo intemporal.
A diferencia de tantos y tantos
tribunales terrígenos
y, sobre todo,
de los que fungen
en ese cuerno de la abundancia
de lamentos y alaridos
-levantado al nivel de “patria diamantina”
por los espumosos músculos
                       de dos mares exultantes-,
en el Olimpo, los jueces
tienen como único y absoluto
                                                 mandamiento
la imparcialidad
-que pone a la preferencia en un
                                                          paréntesis
de manos asfixiantes-
y no son, no,
títeres,
siervos,
obediencia desenfrenada
del hambre que padecen los arcones
por el manjar redondo y amarillo.
                                         ***
Como la prenden, la inmovilizan
atándole las muñecas,
ya que “se le ha cogido preparando la
sepultura”

                          y le dan trato de esclava,
lo previamente pensado por Antígona
eran, ay, tan sólo sueños
sobre el destino de sus hermanos
tras la muerte,
delirios,
lucubraciones de sus ansias,
soltarle las riendas a una imaginación
de apresuradas pezuñas.
En realidad no pudo darle
sepultura pertinente,
como Dios manda, a Polinices.
Le fue prohibido.
La obligaron a abandonar su faena
a medio hacer, como un sueño
que padece la pesadilla
del despertar.
Y las aves de carroña
y los perros famélicos
volvieron a las andadas,
a remover la pudrición del príncipe,
a reanudar el macabro festín
engullendo las menudencias del
                                                         aquende
que el hermano de Antígona
conservaba aún.  https://loscolmillosdeldragon.Weebly.Com/iacutendice.Html
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«se forma espontáneamente un cortejo fúnebre»


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«hacia el mundo sin sol»


Caronte de Gustavo Doré
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«del encuentro feliz con la carroña»


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«Los cadáveres no pertenecen al Estado»


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«los cenotes sagrados donde se baña el centro de la tierra»


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«ríos en que boga la nave del gerundio»


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«pareciera que Ismene coincide con su hermana»


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«la fragilidad y la pequeñez conducen a la sumisión»
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«hemos nacido mujeres y no podemos luchar contra hombres”


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«ese Cielo agusanado en miniatura»

 
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«el Estado dicta preceptos»


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«la espumosa violencia de la rabia»


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«atada de manos»


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«El rey y la princesa discuten al borde del abismo»


Abismo II de Tato Moreno Gutiérrez.
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«“hay que tratar igualmente a los iguales y desigualmente a los desiguales en proporción a su desigualdad”»


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«La locura no es mi negocio”


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«Entre el dicho y el hecho tiende su tienda de campaña la cobardía»
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«criaturas de una lengua enloquecida»


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“para mis hijos no quiero mujeres malvadas”


Detalles de desnudos en El jucio final de Martín de Vos
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«se exprime el corazón entre las manos»


Con el corazón en la mano de Gastonkun
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«a orillitas del cielo»


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«ha hecho creer a algunos que iba por el lado del valiente desorden del incesto»
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«logra sólo subirse al potrillo macilento de la brisa»


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Un granado que «hace comentarios sangrientos»


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«yace a la intemperie»


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» la carroña que pide a gritos su avidez»


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«mercader de la muerte»


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«y esconder en un relicario su último suspiro»


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«ni sus aullidos esconderse bajo máscaras de sordina»


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«espectro al que poco a poco se le desmoronaran todas y cada una de sus células»


Dibujo de Ramón Martínez Cervantes
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La nave «da con el modo de salvar la esperanza del naufragio»


Entrando en la tormenta de Carlos Parrilla Penagos
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«todo reloj habido y por haber»


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«el tribunal supremo»


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«teniendo entre las manos el perfecto juguete de lo intemporal»
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«levantado al nivel de ‘patria diamantina’ por los espumosos músculos de dos mares exultantes»
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«a remover la pudrición del príncipe»


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