El amor imposible de Tamir

Por las anchas y arboladas veredas de la calle Honduras —donde se inicia este cuento

— viene caminando un grupito de compañeros de escuela que acaban de concluir con
las clases del turno de la tarde.
Son Paco, Celeste, Fabricio, Román y Tamir, que todos los viernes, prolongan su
encuentro y sus estudios en la casa de la nena nombrada en último término.
Nadia —su hermana mayor, que ya cursa el segundo año en la universidad—
trabaja como profesora particular en su propio domicilio. En este caso, está
preparando a los cinco chicos para el ingreso al colegio secundario. La materia:
lengua.

Destemplado mes de septiembre

El viento convierte en extraños pájaros a los papeles que la gente ha arrojado —desaprensiva— aquí o allá. Sobrevuelan el adoquinado del barrio de Palermo Viejo y Tamir se complace al pensar que son avecitas de verdad y que sólo se sueltan a su paso cuando Fabricio la mira, como en estos momentos.
Van charlando.
Fabricio no la mira de ningún modo especial y el tema de la conversación gira en torno de los nombres —nada romántico, por cierto— pero cada vez que enciende su atención, Tamir imagina que el día se transfigura para ellos dos. Ve —entonces— cosas que los demás ni siquiera suponen, tan secretamente enamorada está ella de Fabricio, desde que comenzaron séptimo grado.

Claro que sé que tu nombre es «Mirta» y no «Tamir», nena; y que Nadia se llama «Diana»…

—pero qué graciosos tus padres… ¿Así que a tu hermanito también le pusieron un apodo usando el «vesre»? —le dice Fabricio—. Ja. No es común que a un varón nacido en la Argentina lo bauticen como Odín… pero… no se me ocurrió que fuera «Dino», pronunciado, también, al revés… Menos mal que se preocuparon por buscar nombres que contienen a otros «potables»… que si no… —Y ahí Fabricio comparte con el resto del grupo el descubrimiento que ha hecho, elevando la voz—. «Ciofabri» sería yo para tu familia… Y ésta, ¡«Lestece»! Pero la peor parte la llevarían Paco y Román… ¡Nada menos que «Copa» y «Manro»; qué ridículo! ¿No?
Mientras Fabricio les cuenta a los otros este asunto —que festejan entre sonrisas— los papeles que el viento sopla vuelven a serlo. Papeles. La magia rota para los ensoñados ojitos de Tamir.
Entonces, les explica a sus compañeros que la elección fue intencional, que su mamá seleccionó —cuidadosamente— los nombres de los tres hermanos, que quería que tuvieran dos en uno, que «ustedes ya saben que es loca por las palabras, si escribe poemas y todo» y que patatín que patatán.
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Sobre el acento del «patatín» llegan a su casa… y sobre la pista de aes del «patatán», sale Nadia a recibirlos, por la puerta de calle que se abre a metros de la esquina de Honduras y Medrano.
Nadia arremete —esa tarde— con la revisión de los verbos defectivos.
—¿Quién se ofrece a definirlos? —pregunta.
Gestos de fastidio en todas las caras menos en una, la de Fabricio. Él siempre está bien dispuesto para contestar cualquier pregunta que formule Nadia.
Muy bien dispuesto.
—¿Para cuándo el regalo de la manzana a la profe, «chupamedias»? —bromea Román.
—Ay… ¿Quién sino Fabri para quedar bien con Nadia, eh? —agrega Paco.
Celeste y Tamir se ríen en tanto Fabricio, con ademanes y pronunciación afectados a propósito, recita que «se denomina verbo defectivo a aquel que sólo se conjuga en los tiempos y personas cuya desinencia contiene la vocal “i”. Por ejemplo, si tomamos el verbo “abolir”, diremos “abolía”, “aboliré” y “aboliendo”, pero no podremos conjugarlo en los presentes, que no contienen dicha vocal. ¿Entendido, burros?».
—Te felicito, Fabri; el único que estudia como es debido —le dice Nadia.
—¡Loquísimos estos verbos! —opina Paco.
¡Para qué! A raíz de su risueña protesta se desencadenan las críticas de los demás.
(Menos de Fabricio —por supuesto—, él, invariablemente, está de acuerdo con Nadia).
—Si yo fuera Presidente de la Nación y tuviera que derogar una ley, utilizando el correspondiente «abolir»… ¿qué hago? —exclama Román.
—Y… Dirías «yo abuelo», ¡aunque te descalificaran los miembros de la Real Academia Española!
—… ¡a los que ganas de complicar a los niños parece que no les falta!
—¿Es que no existen los sinónimos? —interviene Nadia.
—¡Seguramente! —dice Fabricio, y apabulla a sus compañeros con la exposición de una lista que sabe de memoria y que ni un loro súper entrenado podría repetir mejor—. «Revocar», «cancelar», «anular», «rescindir» y el recién citado «derogar»…
El «¡Bravo, Fabricio!» de Nadia se superpone con las quejas de Román, Celeste y Paco.
—¡No significan exactamente lo mismo!
—¿Por qué se empeñan en impedir la lógica dentro de la lengua? ¿Por qué no puede decirse «yo abolo», «tú aboles», «él abole»?
—¡Eso! ¡Eso! Los abuelos… abuelizan. Razonamiento perfecto.
—Y si no, ¿cuál es el motivo para evitar el «yo abolo», «tú aboles», «él abole»?
—¡Sería un embole!
La conjugación de «abolir» se ha convertido en plaza de diversión absoluta para los chicos.


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Nadia trata —en vano— de imponer orden (secundada por Fabricio, que grita:
—¡Silencio, burros! —Pero es evidente que ella se ha tentado, también, y se ríe de estas «arbitrariedades idiomáticas», como las distingue.
Confiada en que sus alumnos bromean; convencida de que lo que se aprende con alegría es inolvidable y que bien saben ellos que este tipo de conjugaciones suele aparecer en los exámenes de ingreso a la escuela media, se «resigna» —incluso— a que le canturreen a coro y con ritmo de rock:
Tú abolías…
Él abolía…
(aunque este verbo nadie entendía…)
Y, así, aboliendo
(no comprendiendo)
aboliremos ingresos
diciendo:
Yo aboliré…
Tú abolirás…
(pero en Presente, nunca podrás…
Nunca podrás nada abolir:
¡Todo igualito ha de seguir!).
Algo extrañada por la escasa participación de su hermanita durante los minutos que duró el juego verbal, Nadia le pregunta:
Y, Tamir, ¿qué abolirías si tuvieses la posibilidad de hacerlo?
Concentrada como ha estado observando a Fabricio, el interrogante la toma por sorpresa y sólo atina a responder, poseída por sus sentimientos como la Julieta de Shakespeare:
—Ah… Los amores imposibles aboliría… —Y en el casi imperceptible sobresalto que la contestación produce en su compañero pero que ella registra al vuelo, Tamir lee la confirmación de que a él le pasa lo mismo, que está secretamente enamorado y no se atreve a decírselo.
Esa noche, se propone derrotar —siquiera en parte— a su propia timidez y darle al muchacho claras pistas de guía hacia su corazón; alentarlo para que se anime a compartir —por fin— el callado amor que los une.
—«“Aboliré” el silencio entre los dos; eso es», piensa, antes de dormirse y


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reencontrar a Fabricio en sus más dulces sueños.
A partir de ese día y hasta casi las vísperas del examen de ingreso, la nena busca cualquier pretexto para que el chico se entere de que es su preferido.
Y él se entera —por supuesto— y este descubrimiento lo colma de alegría:
«Voy a confesarle a Tamir lo que siento… —proyecta—. ¿Quién, si no ella, para comprender por qué me mantuve mudo durante tanto tiempo? ¿Quién, si no ella, para entender mi entusiasmo por las clases de los viernes…? Juntos, entonces… en su propia casa… como si fuéramos novios… con visita aceptada por sus padres y todo…».
El último viernes previo al examen, Fabricio se las ingenia como para que ambos se encaminen solos hacia las clases particulares, sin la habitual compañía de Paco, Celeste y Román.
¡Tamir es un metro cincuenta de ilusiones! «Ay, ¡qué emoción; clavado que hoy me dice que me quiere!».
Andan —lentamente— por la calle Salguero —que desemboca en Honduras y Medrano— cuando el chico se detiene —de repente— y, de un salto, se ubica frente a Tamir, obstruyéndole el paso; de brazos abiertos en cruz.
—Un momento, señorita; por favor —le dice—. ¿Usted es mi mejor amiga, no?
—Y las palabras se le despegan tan abruptamente de la piel del alma que él mismo se asombra.
La contenida catarata de amor se vierte —entonces— a raudales sobre la tarde y sobre los esperanzados oídos de Tamir. «Me va a decir que me quiere… —conjetura—. ¡Me desmayo!».
Y si no se desmaya cuando escucha la fogosa confidencia de Fabricio es «porque Dios existe», según murmura horas después, ya en la soledad de su dormitorio, casi al amanecer y de carita hundida en almohada de lágrimas.
Ignora que el dolor acaba de hacerla crecer de golpe.
—Necesito contarte lo que me pasa, Tamir… ¿A quién, si no? De lo contrario, reviento —le había dicho Fabricio, ruborizado del tal modo que hasta parecía pelirrojo—. Sufro como un condenado a la silla eléctrica cada vez que ocupo una silla de tu casa los viernes… Tan cercana… y, sin embargo, tan que no puede ser…
Porque mi amor es imposible, Tamir… Imposible… Ah… Qué desgracia… Estoy re-enamorado… de… tu hermana Nadia…

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